Alizah
Ante aquella amenaza, decidí reaccionar a la defensiva.
—¿De qué rayos me estás hablando? —pregunté, apartándome bruscamente para encararlo—. ¿Qué niña? ¿Mi hija?
—Creo que sabes bien de lo que estoy hablando —replicó con seriedad—. Gala es mi hija.
Mi corazón dio un vuelco, pero lo disimulé riéndome.
—De acuerdo, creo que la bebida te afectó un poco o estás muy cansado por el viaje. Buenas noches, Gabriel, no te preocupes.
Su cuerpo musculoso me bloqueó como una pared. Enojada, alcé la vista y me encontré con dos ojos oscuros y severos. Con la escasa iluminación, aquel característico color verde era casi imperceptible.
—Tienes dos minutos con veintinueve segundos —me advirtió.
—¿Y qué se supone que quieres que te diga si no sé de qué hablas?
—Por supuesto que lo sabes —replicó, tensándose—. Sabes bien lo que pasó en ese hotel en Metrosur.
En ese momento sentí que mi cabeza estallaría, pero me mantuve firme. No dejaría que nadie me arrebatara a Gala.
—No, no sé de qué hablas. Mi hija es de mi expareja.
—¿Y también Luis Gabriel?
«Dios me va a castigar», pensé, agobiada.
—Sí. Ambos niños son del mismo padre —le mentí—. Si tienes alguna confusión, lo lamento, pero no es mi culpa.
—Bien. Supongo que es así como quieres jugar.
—Yo no estoy jugando, a diferencia de ti.
Ya no soportaba esa electricidad, ese aroma, ese calor envolvente. Tenía que irme. No podía volver a quedarme a solas con él.
—Buenas noches, Gabriel. Déjame pasar —le pedí, pero él no se movió, y tuve que retroceder—. Tranquilo, no diré nada sobre tu confusión. Espero que encuentres a la persona que buscas.
—Todavía no se termina el tiempo —dijo con voz pausada, aunque sonaba a advertencia—. Todavía puedes retractarte y recordar.
—No tengo nada que recordar, pero está bien. Me quedaré a esperar y ver cómo se vacía tu bonito reloj de arena.
Sin más, me senté en el escritorio y encendí la lámpara para que el ambiente fuera menos amenazante.
Por desgracia, verlo con más claridad me resultó más intimidante. Su pijama azul apenas dejaba ver el inicio de su pecho, pero aun así el rubor se apoderó de mis mejillas.
—Bien, son los últimos segundos —dijo Gabriel mientras la arena llegaba a su final.
—¿Y qué harás si no recuerdo lo que quieres que recuerde? ¿Acaso deseas que te eche de mi casa?
—Esta es propiedad de todos los Montalvo, no solo tuya —respondió, impasible.
—Perfecto, entonces me iré —me encogí de hombros—. No pienso permitir que nadie juegue conmigo con estas tonterías.
Sin pedir permiso, tomé el reloj entre mis manos. Ese simple gesto pareció desatar su ira, pero se mantuvo inmóvil, observándome como si se le pasaran las peores cosas por la cabeza.
—¿Qué pasa? ¿Odias que toquen tu reloj? —me burlé.
Me di mil bofetadas mentales. ¿Por qué se me ocurría provocarlo de esa forma?
—Eres la primera persona que lo toca. Será interesante que descubras lo que va a pasar después de eso —dijo con calma.
No alzó la voz ni se enrojeció de rabia, como otro hubiera hecho. Su sola presencia era tan amenazante como el más despiadado criminal.
Resultaba irónico que una figura de justicia te intimidara con solo mirarte.
—Me siento mal —dije, dejando el reloj sobre el escritorio—. Hablaremos otro día.
—No.
—Sí —repliqué con firmeza—. No sé a quién intimidas con esto, pero a mí no.
Gabriel no respondió ni trató de detenerme. Aun así, el corazón me latía desbocado cuando salí del despacho y subí las escaleras. Iba descalza y tropecé en un escalón, pero apreté los dientes para no gritar.
—No puedes ser tú —susurré—. No puedes ser tú, Gabriel, no.
Conocía bien mis derechos, pero si ese hombre demostraba su paternidad, todo podría hacerse público y Gael terminaría enterándose de que todavía existía. Años atrás, Andrés me contó que Gabriel compró la constructora en quiebra de los Rivadeneira, así que era lógico que tuviera tratos con él o que se conocieran.
«Yo no miento». Las palabras de Gabriel resonaron en mi mente, provocándome un escalofrío.
«Gala merece saber su origen», me recriminó mi conciencia.
Me senté en las escaleras, tratando de controlar mi respiración, que se volvió más agitada cuando vi a Gabriel subir.
—No lo tengo claro, ¿de acuerdo? —confesé en voz baja—. Mis recuerdos son confusos y no sé con quién concebí a Gala.
—Te felicito. Lo admitiste dentro de la prórroga que te otorgué.
—¿Y cómo por qué me otorgaste una prórroga? —fruncí el ceño.
—Por tu hospitalidad, por supuesto. Y por tu falta de antecedentes penales.