Alizah
Conciliar el sueño me había parecido tan difícil como aquella noche. Y cuando finalmente lo logré, me arrepentí.
Soñé con relojes de arena y truenos iluminando unos ojos cargados de maldad.
No creía que Gabriel Montalvo fuera un criminal, ni mucho menos, pero había algo en él que me inquietaba profundamente. Era más que su físico; lo envolvía una energía enigmática, oscura, capaz de despertar en mi mente los pensamientos más extraños.
—Mami, despierta, despierta, ¡es Navidad! —exclamó mi princesa, sacudiéndome.
Di un respingo y abrí los ojos. Mi hija estaba fuera de la cama, aún en pijama y con el cabello alborotado, pero la luz que se filtraba por la ventana confirmaba que ya no era tan temprano.
—Ya voy, mi cielo —murmuré, frotándome los ojos—. ¿Dónde está Gabito?
—Abajo, mami —respondió—. Ya se fue.
—Mmm... Entonces vamos, pero déjame vestirme.
—Sí, mami.
A toda prisa tomé las primeras prendas sencillas que encontré en el clóset y corrí al baño a vestirme. Mi rostro era un desastre, aunque me hubiera desmaquillado la noche anterior.
Al salir, mi hija me esperaba impaciente, con una sonrisa tan hermosa que por un momento quise tener fe en que ese hombre no fuera su padre. Pero al mirar bien sus rasgos, vi en ellos esa chispa inconfundible que tenía mi cuñado, y la amargura volvió a aflorar en mi corazón.
—Vamos, mami, quiero regalos —me instó, bajándose de la cama.
Me acerqué y tomé su manita para bajar. Ella ya era perfectamente capaz de hacerlo sola, pero desde su accidente hacía dos semanas, el miedo me había regresado. Gala ni siquiera lo recordaba, porque no fue nada grave, pero yo sí. Por eso, aún no estaba lista para soltarla.
Abajo se escuchaban ruidos de cubiertos y las voces de mi hijo conversando con el señor Montalvo. También me invadió el aroma a pino de Navidad, mezclado con el petricor que había dejado la lluvia de la noche anterior y que se colaba por las ventanas abiertas.
—Mamá, ven a ver lo que nos trajo Gabriel —dijo mi pequeño, corriendo hacia mí—. Bueno, a Gala le va a aburrir, pero a mí me gusta.
—Bueno, veamos qué les trajeron —le respondí con dulzura, intentando disimular los nervios que apretaban mi estómago.
En la sala, toda la familia Montalvo estaba reunida, con excepción de alguien cuya ausencia me trajo un pequeño alivio. Alicia jugaba con un reloj de arena más grande que el que Gabriel me había mostrado en el despacho.
—Ese fue su gran regalo —se carcajeó Andrés al notar mi cara de estupefacción—. Pero, por alguna razón, a los niños les gustó.
—Sí, podemos hacer desafíos —dijo Gabito, emocionado—. Mami, te apuesto a que puedo limpiar mi habitación antes de que ese reloj se acabe.
—Bueno, pues tal vez sea genial usarlo —bromeé, aunque mi voz sonó un poco apagada.
No podía apartar la vista del reloj de arena, que se vaciaba lentamente ante la mirada atenta de los tres pequeños, quienes comenzaban a retarse con preguntas y juegos.
La escena era encantadora, pero no podía ignorar las miradas preocupadas de Lizzie, ni tampoco la presencia de los padres de ese hombre.
—Ali, ¿te sientes bien? —me preguntó mi hermana.
—Necesito salir —dije de golpe—. Necesito… comprar unas cosas, unos ingredientes.
—Pero eso no es urgente, primero deberías desayunar —intervino Andrés—. En algo sí estoy de acuerdo con mi familia, y es en eso.
—Al fin —masculló Carlota, poniéndose de pie—. ¿Estás bien, Alizah? Te ves pálida. Puedo decirle a Gabriel que consiga lo que necesitas. Salió al pueblo a hacer unas diligencias.
—No, no. Lo que necesito está en otro lugar, pero muchas gracias —respondí, forzando una leve sonrisa.
—Está bien, hermana. Ve tranquila —me dijo Lizzie, notando mi ansiedad—. Yo me quedo con los niños.
Mis hijos seguían tan inmersos en su juego que solo se despidieron con un gesto distraído. Lo último que escuché fue a Luis Gabriel respondiendo correctamente una complicada suma que Alonso le lanzaba como reto.
—¿Cómo se le ocurre? —mascullé mientras salía de la casa.
Mi corazón casi se detuvo al ver un vehículo negro y elegante aparcar frente a la entrada. De él descendió Gabriel, quien entornó los ojos en cuanto me vio.
Su vestimenta no era muy distinta a la de anoche en la cena: camisa blanca de botones y chaleco ajustado. Pero esta vez no llevaba saco.
—Buenos días —saludé al tiempo que abría la puerta de mi auto.
—Buenos días —respondió, caminando por el sendero que conducía a la entrada principal.
Aliviada de que no intentara detenerme, me dispuse a subir al auto. Sin embargo, Gabriel sostuvo la puerta, impidiéndome hacerlo.
—¿Te irás tan temprano?
—Tengo cosas que hacer —respondí con un leve encogimiento de hombros—. Por cierto, el reloj de arena que les diste les encantó. Es un regalo poco convencional, pero gracias.