Sofía
Capítulo Ocho: ¡San Pedro, ahí te voy!
¿Alguno de ustedes ha visto Mil maneras de morir? No importa. Hoy serán testigos de mi propio caso de muerte en vivo y en directo. Si mi tiempo se agota, dejo registrado que mi herencia será para mi leal compañero, mi perro.
—¡Sofía Amelia López Aguilar! Te advierto: si no apareces de inmediato, subiré por ti y te llevaré... a mi manera.
Si alguna vez tu mamá grita tu nombre completo con una advertencia incluida, ¡huye! No es de cobardes huir cuando tu vida corre peligro. Es de inteligentes, porque se activa nuestro sistema de defensa contra amenazas.
En otros lugares, las mamás castigan dejando sin salidas, sin dinero, sin coche o sin aparatos electrónicos. Pero las mamás latinas son otra historia completamente diferente. Ellas te pueden dejar sin comer, lanzarte cosas, o mandarte por "eso que está en el desté" (que por cierto, si no lo encuentras, te miran y dicen: “¿Qué te hago si lo encuentro yo?”... En ese momento, tiemblas, porque sabes lo que te espera). Te pueden mandar al patio bajo el sol, darte un buen regaño en la calle, o pegarte con objetos inimaginables, siempre acompañadas de la típica frase: “Esto lo hago por tu bien”. O, peor aún, la famosa: “Esto me duele más a mí que a ti”... para después abrazarte y mimarte.
¡Qué miedo dan las mamás!
Mientras mi cerebro procesaba las posibles maneras de salvarme del inminente apocalipsis maternal, intenté ganar tiempo. Moví los pies despacio, con la esperanza de que mi mamá escuchara algún ruido y pensara que estaba bajando. Pero claro, con su radar de madre, sabía exactamente lo que estaba haciendo.
—¡Sofía, ya te oí! —gritó desde abajo con una paciencia que, para ser honesta, daba más miedo que los gritos. Eso sí que es una señal de que las cosas están por ponerse feas.
Respiré hondo, miré a mi alrededor buscando alguna posible vía de escape... Pero no, no iba a lanzarme por la ventana como en esas películas de acción. Aunque, honestamente, la idea no me parecía tan mala en ese momento.
Bajé las escaleras como quien camina hacia su propia ejecución, con el corazón en la garganta. Llegué a la cocina y ahí estaba ella, mi mamá, con una mirada que podría derretir acero. Pero, para mi sorpresa, en lugar de darme el regaño que merecía (según ella), me tendió una bolsa.
—Toma —dijo con una calma que me desconcertó—. Vas a ir a la tienda a comprar tortillas. Y si no estás de vuelta en cinco minutos, te las verás conmigo.
¿Tortillas? ¿En serio? ¿De eso se trataba todo este alboroto? Al parecer, mi mamá estaba más preocupada por el almuerzo que por mi aparente negligencia en la limpieza de mi cuarto.
Suspiré aliviada, pero claro, no era tan sencillo. Mi mamá era del tipo de personas que aprovechaban cualquier oportunidad para lanzarte al campo de batalla. Sabía que esto no había terminado, solo estaba en pausa.
Salí corriendo a la tienda, casi sintiendo el cronómetro imaginario que mi mamá había activado. Cinco minutos... ¿Cómo era posible que cada vez que me enviaban a la tienda, los cinco minutos se sentían como una carrera contra el tiempo?
Al llegar, la señora de la tienda me saludó con una sonrisa que no encajaba con la velocidad de mi corazón.
—Hola, Sofía, ¿qué te traigo hoy?
—Las tortillas... y rápido, por favor, que mi mamá me va a matar si no llego a tiempo —contesté, casi jadeando.
La señora rió, claramente comprendiendo mi situación.
No era la primera vez que presenciaba a adolescentes al borde de una crisis por culpa de las órdenes maternales
La señora de la tienda tomó el paquete de tortillas con calma. Muy, muy, demasiado calma.
Mientras lo pesaba, sentí cómo cada segundo se hacía eterno, y las palabras de mi madre seguían resonando en mi cabeza: “Cinco minutos, ni uno más”.
Por fin me tendió las tortillas, y sin esperar el cambio, me eché a correr de vuelta a casa como si estuviera participando en las Olimpiadas. Mis pies apenas tocaban el suelo, y en mi mente solo había un pensamiento: no llegues tarde.
Al doblar la esquina, vi la puerta de mi casa y sentí que, por un milagro divino, tal vez podría evitar el apocalipsis maternal. Pero, en mi apuro, no vi la bicicleta que estaba tirada justo en medio de la banqueta. ¡Pum! Tropecé de lleno, las tortillas volaron por los aires y yo me fui de cara contra el suelo.
—¡No, no, no! —grité, mientras intentaba levantarme lo más rápido posible. Las tortillas seguían volando en cámara lenta en mi mente, como si fueran escenas de una película de desastre.
Corrí hacia el paquete antes de que rodara al suelo, lo atrapé de milagro y me aseguré de que las tortillas estuvieran intactas. Por suerte, habían sobrevivido, aunque yo no podía decir lo mismo. Me dolía todo, pero no tenía tiempo para lamentarme. ¡Tenía que cumplir la misión!
Cuando llegué a la puerta, jadeando como si hubiera corrido un maratón, me encontré cara a cara con mi mamá, brazos cruzados y esa mirada de “más te vale tener una buena excusa”.
—Aquí están las tortillas, mamá —le dije, intentando sonar casual mientras trataba de recuperar el aliento.
Ella me miró de arriba abajo, notando mis rodillas raspadas y mi respiración agitada.
—¿Qué te pasó? —preguntó, pero su tono no era de preocupación. Era ese tono que usan las mamás cuando saben que no tienen que preguntar porque ya saben la respuesta.
—Tropecé... con una bicicleta. Pero las tortillas están bien —me apresuré a decir, mostrándole el paquete como si fuera el trofeo más valioso del mundo.
Mi mamá suspiró y negó con la cabeza. Tomó las tortillas y, sin decir una palabra más, se dio la vuelta para regresar a la cocina. ¿Eso fue todo? ¿No había sermón, regaño ni castigo?
Suspiré aliviada, pensando que tal vez había esquivado una bala... pero, por supuesto, eso sería demasiado fácil. Justo cuando pensaba que la tormenta había pasado, escuché su voz desde la cocina.