Ambos habían abandonado ya las montañas, ahora el desierto rojo de An-Vhalad-koss se extendía al sur como una tierra plana y sin fin. Delimitada solo por los muros y estelas de polvo y arena anaranjada levantadas por el viento que vistas desde lejos parecían colinas.
El sol dorado se encontraba en el horizonte y el cielo estaba pintando con los colores propios del ocaso; un dorado y un púrpura vibrantes a partes iguales junto con el azul que presagiaba la noche en el extremo opuesto del cielo.
Una solitaria meseta se levantaba en medio ese mar de arena y nada. La formación de rocosa se encontraba al norte del campamento de Vaz'akam como un descomunal gigante de roca que yacía dormido, recostado de un lado, con las manos llevadas al pecho como si de una cadáver se tratase. En su cima, Sharavan logro alcanzará aver lo que parecía ser un bosque de robles negros, secos y delgados.
Bebió un trago dulce de su cantimplora y la guardo en su mochila. Sharavan descansas sobre la arena, apoyada sobre un saliente rocoso del terreno, con la mirada puesta en el campamento que Fesur y ella habían abandonado para ir en busca de la reliquia.
Aquel asentamiento a los pies de la meseta se trataba de un lugar de amparo ante los peligros del desierto abierto. Usado por los mercaderes qamali, los pastores de las comunidades, las compañías de peregrinos y los viajeros que buscaban la iluminación.
Una gran muralla circular recorría la totalidad del campamento como un enorme anillo. Hechos de ladrillos de roca anaranjada cuya piedra seguramente había sido extraída de la meseta misma. Al interior de las murallas la promesa silenciosa de la noche venía acompañada con la luz anaranjada de los braseros de hierro que bañaban de luz las avenidas y los callejones del Vaz'akam desde lo lejos.
En la lengua de los Irin (la lengua natal de Sharavan), la palabra Vaz'akam significaba “Hogar de los Murciélagos”. Aquello era cuánto menos curioso y recordó una ocasión en la que le había preguntado a Fesur el porqué de aquello, después de todo él era nativo de esas tierras; ya no recordaba cuál había sido la respuesta que le había dado.
Una corriente de viento se estampó contra Sharavan y Fesur que se encontraba junto a ella de pie. El aire proveniente desde el campamento venía cargado de los olores propios de la humanidad ganesi. Olisquio el olor a la mierda de los camellos y los demás animales de carga, el aroma omnipresente de los granos de café tostados, el olor de los cuerpos que hacía tiempo no había tocado el agua, todo eso disimulado y encubridor por el aroma dulzón de las hierbas, los inciensos curativos propios de los rituales nocturnos del maheima, junto con el olor los perfumes.
Sharavan se sintió extrañamente cómoda ante todos aquellos olores que se entremezclaban de una forma casi armoniosa. En el pasado había considerado estos olores como asquerosos, sin embargo no hacen más que contribuir a la senaacion que nace e mi corazón, está falsa seguridad.»
Aquella misma impresión se replicaba en el rostro del hechicero. Fesur que se encontraba descansando a su derecha, no hizo ademán alguno antes los olores. «Después de todo es nativo, el huele similar.» pensó ella al mirarlo a su lado en el piso de roca. Tenía las piernas cruzadas y la mirada puesta en el sol anaranjado y en el magenta del cielo. Había belleza en aquello. Una casi hipnótica.
Sabía que los Ganesis tenían una gran variedad de rituales que se entremezclaban con las tareas cotidianas del día. Como el maheima, los rituales destinados a la autopercepción emocional y espiritual.
Pero el favorito de Sharavan era el Oheima’tila. El arte de ver.
Contemplacionismo. La búsqueda de dios en los paisajes.
De decía que el grandísimo transmitía sus mandatos divinos a través de la imagen del atardecer. Con sus colores, los trazos que hacían las nubes al ocultarse el sol, como se estiraban en el horizonte, simulando la imagen de miles de pequeñas manos con sus dedos extendidos para tocar el sol dorado sin éxito alguno.
Sharavan observó sus colores, vio las docenas de manos blancas extendidas al mismo tiempo y sintió cómo sus ojos se adormecíana ante tal paisaje, su cuerpo con una fina capa de sudor y suciedad del desierto se enfriaba bajo la brisa fresca y su respiración se relajaba cuando la misma brisa entregaba por sus pulmones. Ella no había tenido descanso tras bajar de la barcaza, los dos habían caminado sin detenerse.
«El mundo es un lienzo, el lienzo del grandísimo. Sus palabras son comunicadas en el susurro de la arena, en la forma de las nubes, en los colores que manifiesta el cielo, en la forma de cómo las colinas, los montañas y los ríos convergen en una armonía intencionada. Ahí es donde se encuentra la iluminación.»
En el interior de la muralla con forma de anillo, una solitaria atalaya hecha de gruesas troncos de madera negra se levantaba en una pequeña colina en el extremo más oriental del campamento de Vaz’akam. Una bandera ondeaba en su punta, si acaso la palabra bandera era la palabra correcta para referirse a aquel trozo de tela de colores carmesí. Estaba colgada de un mástil delgado, y ondeaba a las prisas frías del atardecer.
A unos doscientos pasos a Sharavan y Fesur, el Sendero de An-Vhalad-koss tenía bajo un arco retorcido de piedra encalada que daba la bienvenida a la entrada oeste del campamento. Dos braseros de fuego carmesí ardían frente a las columnas de roca que flanqueaban la entrada a los viajeros.