Sueños del Polvo | Alta Fantasía

Capítulo 3 - El Comerciante Errante

Odio a los hombres, pues estos tienen tendencia a la jerarquización; buscan imponer su sentido del orden a un mundo que no fue creado para las leyes del orden.

De La Complexión de Lianert

Por Tar Al-Dahr

Perspectiva de Sharavan

—«Veo a los hombres correr al río. Harapientos, con la piel cubierta por el polvo y la muerte. El agua hasta las rodillas, y el peso de sus hijos en los hombros.»

El arco del violín se movía entre destellos de luz multicolor, liberada por los pequeños braseros de hierro que se encontraban apostados en los bordes del camino serpenteante de roca que recorría el extremo oriental del campamento. Las pequeñas chozas de paredes de barro rojo y techo de tablones de madera negra, maltratada por el viento y el sol del desierto, se encontraban a los bordes del camino.

Las palabras del anciano salían de sus labios arrugados con una fina teatralidad propia de los artistas de las ciudades concurridas del sur.

El anciano tenía la piel morena, un rostro cuadrado, una nariz ancha y una uniceja pintada con el blanco y el gris de los ancianos. Está estaba poblada a la manera de los señores del río Shao, de modo que su uniceja cubría gran parte de sus ojos. Tenía una barba poblada de colores grisáceos que exhibía el hecho de que aquel hombre era un vagabundo. Estaba sentado de piernas cruzadas, con la espalda apoyada contra la pared de una de las buenas chozas al borde del camino de piedra.

Llevaba puesto una túnica harapienta hecha de jirones que se asemejaba a una docena de tentáculos largos hechos de tela. En el pasado aquella ropa había portado colores vibrantes. Ahora sus colores eran un rojo vino, sucio y percudido. Llevaba un turbante en la cabeza que lucía colores dorados sucios manchado por el polvo.

—«La libertad verdadera es aquella que sabes que tiene un inicio y un fin claro. Si no existe un inicio y un fin, entonces significa que nunca fuiste realmente libre. Límites claros. Límites claros rugen los hombres del río al verse por fin libres.»

Aquello parecía más una lección o una plegaria, más que una canción.

Constantemente la melodía que soltaba los acordes, sonaban discordes con los versos del anciano. El violín y el anciano hablaban idiomas diferentes. Pero por una extraña razón parecían que estaban hechos el uno para el otro. Cómo la brisa salada que veía a las costas junto con las olas de un extenso océano azul. Si, diferentes, pero inexorablemente unidas por un orden ya establecido del que no se podía renegar.

A los pies del anciano yacía un pequeño cuento de madera. En él relucían unas cuantas monedas a la luz de los braseros. Qontars era el nombre que les daban los Ganesis a aquellas monedas de color rojizo oxidado con huecos hexagonales en el centro de cada una.

Sharavan había encontrado al anciano en su camino a la atalaya de roca. Había prestado atención al pequeño grupo de personas que rodeaban al anciano del instrumento para poder escuchar sus palabras y su melodiosa sonata. Durante los primeros momentos, Sharavan había advertido que el hombre anciano no movía la cabeza en absoluto. Solo se movían sus manos y aquello lo hacía parecer una estatua.

Le había preguntado a una de las mujeres cercanas el porqué de su ser.

—El anciano fue desprendido del dominio de la vista por insultar a un poderoso dios —le había dicho la mujer de labios coloridos en susurros para no perturbar los versos del anciano. Las ropas de la mujer eran prendas abultadas de colores turquesas y rosados que ocultaban la figura esbelta de su cuerpo—. Al quitarle el dominio de la vista, lo bendijeron con el Failin’heima. El arte de la profecía.

Sharavan asintió ante lo que había escuchado de labios de la mujer y fingió comprender. Advirtió que bajo la uniceja grisácea del anciano se alcanzaban a ver dos ojos desprovistos del don de la vista. Dos cuencas grisáceas sin nada a que mirar.

Sharavan observó esto. Conmocionada y curiosa.

«Entonces —pensó Sharavan mientras miraba al anciano de piel oscura y arrugada—, el anciano puede ver el futuro.»

Pese a los meses que había vivido en aquel continente de arena. Sharavan había pensado que había aprendido la que ella misma llamaba como la Totalidad. El arte de conocerlo todo. Había aprendido sijerio en poco tiempo, había aprendido a relacionarse con los demás como si hubiera nacido entre ellos, o eso era lo que le había dicho Fesur.

«Mentiras.»

«Comentarios ocultos.»

Siempre que pensaba conocer la Totalidad de lo que eran los Ganesis, aparecía un nuevo misterios que nublaba todo lo que ella parecía conocer sobre aquel pueblo. Aquello parecía una frase que se susurraba en su oído.

«Tu jamás serás una de nosotros»

«¿Eso es lo que quiero realmente? —se preguntó ella mientras los versos del anciano resonaban en la calle polvorienta del campamento— ser una más de este pueblo.»

El hombre siguió cantando al ritmo discorde e irregular de su violín. Pronto levantó el tono de su voz. Esta era quebradiza que dejaba a la vista el hecho que no la usaba muy a menudo. Sharavan sabía que los ciegos normalmente ostentaban el título de parias. Nadie desperdiciaba su tiempo conversando con los ciegos.

—Los hombres lloraron —rugió el hombre—, y sus lágrimas se mezclaron con el río, salandolo y matando todo ver qué habitaba sus aguas. Los niños ya no lloran, sus cuerpos se hicieron más livianos en los hombros de sus padres. Ya que las almas habían abandonado sus cuerpos. Los hombres sabían que sus hijos habían muerto y aún así se forzaron a recorrer el sendero de Aframneh. Un dios tiene ocho caras y aquel día los hombres las conocieron todas, la deuda había sido saldada y solo así los hombres supieron que eran libres.




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