Teoría del Caos y el Bisturí

Capítulo 1

Acababan de dar las nueve de la noche cuando las puertas corredizas del hospital por fin me escupieron a la fría noche de Chicago. Después de doce horas en la unidad de trauma, mis sábanas me llamaban a gritos, pero primero tenía una misión de vital importancia.

Me detuve en mi tienda favorita de comida rápida y, tras unos minutos, salí con mi pedido: dos menús de pollo frito extra picante, el único antídoto que Robert permitía para un día de trabajo infernal.

​Me dirigí a mi viejo Ford Focus color gris, un coche que había comprado con mis ahorros de estudiante y que se negaba a morir. Lo arranqué y puse rumbo a la zona de Gold Coast.

La casa de Robert era más que una casa; era un monumento al poder de su familia. Una mansión de piedra caliza con una fachada majestuosa y columnas imponentes que parecían burlarse de mi modesto coche. Aparqué en la entrada de adoquines, saqué la bolsa de comida humeante y caminé hacia la entrada principal.

​Toqué el timbre y, casi de inmediato, la puerta de madera oscura se abrió para revelar a la señora García, una de las muchas empleadas de la casa.

​—Buenas noches, señorita Sloane,— dijo, pero su voz era tensa. Sus ojos se movían rápidamente, evitando los míos.

—Hola, señora García. Vengo a ver a Robert. ¿Está en casa?

—​La criada mordió su labio inferior. —El joven Robert… eh… no se encuentra. Debería volver mañana, señora.

​—Mi ceño se frunció. —¿No se encuentra? Acabo de ver su Range Rover aparcado justo detrás de la esquina.

—La señora García palideció un poco. —Está… está muy enfermo. Tiene una migraña terrible. Necesita descansar.

​—Con mucha más razón, tengo que verlo,— repliqué, y la palabra doctora vibró en mi voz, aunque la dejé implícita. —Soy médica. Déjeme subir a verlo, solo un minuto.

Intentó interponerse, suplicando con los ojos. —Por favor, señora Sloane. El señor le pidió…

​La hice a un lado con un movimiento que no admitía debate. Yo soy pequeña y estaba impulsada por una mezcla de cansancio y preocupación. Subí la gran escalera de mármol con la bolsa de pollo grasienta todavía en mi mano. La oía detrás de mí, susurrando y pidiendo que me detuviera.

​La habitación de Robert estaba al final del pasillo. Puse la mano en el pomo, pero me detuve.

​Entonces los oí.

​Eran gemidos. No de dolor, sino de placer.

El aire se congeló en mis pulmones. Me quedé inmóvil, mi cerebro congelado en una parálisis que duró lo que parecieron diez siglos.

​A mi lado, la señora García se cubrió la cara, avergonzada, con los ojos cerrados.

​En ese instante, la niebla de la incredulidad se disipó. Saqué mi teléfono del bolsillo trasero, abrí la cámara de video con un toque frío de mi pulgar, y empujé la puerta de la habitación de golpe.

​Los gemidos se cortaron.

Las dos figuras levantaron la cabeza de la almohada, paralizadas bajo la luz de la lámpara.

​Y allí, revolcándose bajo las sábanas con mi novio, con su cabello rubio desordenado y su boca hinchada, estaba Sarah. Mi hermana mayor.

​Una risa seca, ridícula, explotó de mis labios.

​Me acerqué a la cama, sintiendo la tierra temblar bajo mis pies. Robert intentó cubrirse, pero yo estaba demasiado cerca.

​—Esto, —dije, mi voz extrañamente tranquila mientras grababa, —termina. Ya. —La bofetada que le di fue tan fuerte que su cabeza giró. —Hemos terminado, Robert.

Luego me giré hacia la figura que había compartido mi mesa en Navidad. Levanté la mano y la golpeé con la misma fuerza.

​—Y tú,— siseé, con el sabor metálico de la traición en mi boca. —Eres una puta.

​No esperé una respuesta. No les daría la dignidad de una escena. Me di la vuelta, con la bolsa de pollo frito aún en mi mano. El nudo en mi garganta era una piedra, pero no les daría el lujo de mis lágrimas.

​—¡Sloane, espera!— gritó Robert, la voz quebrada. —No podemos terminar así, escúchame.

Ignoré su súplica, bajando las escaleras con paso firme. La señora García se hizo a un lado. Abrí la puerta, caminé hasta mi viejo Focus, me metí y arranqué sin mirar atrás.

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El Ford Focus se lanzó a la avenida. El aire frío de la noche no bastaba para congelar el nudo hirviente de rabia y humillación en mi pecho. Había mantenido la compostura en la mansión, pero el momento en que giré la esquina y la fachada de piedra de Robert desapareció, el dique se rompió. Las lágrimas cayeron calientes, sin control, empapando mis mejillas y la manga de mi uniforme médico.

​Mi teléfono vibró con una furia inusitada. Un vistazo al identificador de llamadas me mostró el nombre que menos quería ver: Madre.

Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano y contesté, sabiendo lo que venía.

​—¡Sloane Elizabeth Hayes! ¿¡Se puede saber por qué diablos le pusiste una mano encima a tu hermana!? ¡Responde! —El grito de mi madre resonó en el habitáculo del coche.

​Me reí. Era una risa hueca, sin alegría, que sonó a dolor.

​—¿Ya te dijo la puta de tu hija por qué la golpeé, mamá?— Pregunté, la voz temblando por la tensión.

​Hubo un silencio tenso al otro lado de la línea. Podías oír el aire acondicionado de su gran salón.

—Oh, —continué, sin darle tiempo a responder. —¿No te contó tu queridísima Sarah, que estaba cogiendo con mi novio? O me corrijo, desde hoy, mi ex novio.

—​La réplica de mi madre me llegó fría, cortante, y con ese tono de decepción que me había acompañado toda la vida. —Bueno, a lo mejor Robert solo quería a alguien que fuera más… accesible. Si tu novio te engaña, quizás deberías preguntarte por qué no fuiste suficiente, Sloane. Deja de hacer berrinches ridículos y compórtate a tu edad.

​En ese momento, se escuchó un bufido grave en el fondo, la voz inconfundible de mi padre. El eco llegó a través del teléfono, amplificado por su indignación.

—Escúchame bien, Sloane. Más te vale que te presentes en esta casa antes de la mañana y le pidas perdón a tu hermana. O atente a las consecuencias.




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