Sloane
A la mañana siguiente, me sentí como si me hubieran atropellado. El turno de doce horas, la traición, el sermón de mis padres... todo se había asentado en mis huesos como hielo. Pero no iba a permitir que me paralizara.
Dakota se tomó la mañana libre en el gimnasio y me dejó una muda de ropa limpia sobre el sofá. Desayunamos café cargado y la mitad de la bolsa de pollo frito de anoche (la otra mitad estaba desastrosamente aplastada en mi coche).
—Necesitas protección, Sloane,— declaró Dakota, con ese brillo de conspiración en sus ojos. —No vamos a ir desarmadas.
Minutos después, estábamos paradas en el pasillo de su edificio. Dakota sostenía un bate de béisbol de aluminio brillante. Yo levanté una ceja.
—¿Un bate?
—Es para intimidar. O para defensa propia si el ‘bisturí’ de Robert resulta ser de verdad un asaltante,—bromeó, aunque su sonrisa no llegaba a sus ojos. —Toma. Es del equipo de softball de mi ex. Si intentan tocarte, no dudaré en usarlo.
Media hora más tarde, mi viejo Focus se detuvo frente a la mansión de mis padres. Y ahí estaba. El Range Rover de Robert, estacionado de forma arrogante en el camino de entrada.
Dakota y yo nos miramos. La rabia se mezcló con una dosis de adrenalina. Bajamos del coche, Dakota con su bate de aluminio sobre el hombro y yo con un bate de madera que Dakota me había prestado, sintiéndolo sorprendentemente pesado y firme en mis manos. Éramos dos cirujanas improvisadas a punto de realizar una "operación de desalojo".
La señora Maria nos abrió la puerta.
Entramos en el vestíbulo y el espectáculo nos esperaba en el gran salón. Mi madre, mi padre y Robert estaban sentados alrededor de Sarah, que estaba en el centro, sollozando dramáticamente en el hombro de Robert. Él la acariciaba con una familiaridad que me revolvió el estómago.
Al vernos entrar con los bates, la escena se congeló.
Mi padre se levantó de un salto. Su rostro se puso rojo instantáneamente, no por vergüenza, sino por furia.
—¡Sloane, ¿qué significa esto?! ¡Baja eso inmediatamente! No voy a permitir este tipo de violencia en mi casa. ¿Golpear a tu hermana por algo tan insignificante? ¡Ahora mismo vas a disculparte con Sarah!
La risa seca regresó a mis labios, más fuerte y más fría que la noche anterior.
—Primero muerta, papá,— respondí, mi voz helada. —Primero muerta antes de disculparme con una zorra.
—¡Sloane!— gritó mi madre, levantándose de golpe y señalándome con el dedo tembloroso. —¡Ojalá te hubiera abortado! Así me habría ahorrado la vergüenza de tener una hija como tú.
Me dolió, claro que dolió. Pero el dolor ya estaba tan profundo que esa punzada no era más que un rasguño.
—Cálmense, por favor, —intervino Robert, con esa voz untuosa que usaba para manejar a sus empleados, y que ahora usaba para manejarme. Se dirigió a mí, intentando sonar conciliador. —Sloane, mi amor, deja el drama. Discúlpate con Sarah. No hagas las cosas difíciles. Recuerda que nos vamos a casar. No podemos tener este tipo de peleas.
El juramento sagrado de mi profesión, primum non nocere, no se aplicaba a este hombre. La ira estalló, cegadora y justificada.
Levanté el bate de madera. La inercia del swing fue rápida y satisfactoria. El crack resonó en el salón.
Robert soltó un grito gutural y se agarró la pierna. Le había dado un golpe seco en la pantorrilla. El dolor no era fatal, pero era lo suficientemente incapacitante.
—¡Escúchame, escoria! — Le escupí, bajando el bate para que la punta se apoyara en el suelo, justo al lado de su cabeza gacha. —¡Terminamos! ¡Jamás me casaría con alguien tan asqueroso y bajo como tú, que ya ha tocado mi hermana!.
Sarah gritó y se lanzó hacia mí, las lágrimas olvidadas en sus ojos inyectados en sangre. Antes de que llegara a un metro, levanté el bate a la altura de mi hombro.
—Un paso más y te prometo que esta vez no será en la cara, Sarah. Será donde no lo disimule el maquillaje.
Sarah se detuvo en seco.
Robert se recompuso, intentando ponerse de pie con la ayuda de mi madre. Su voz ahora era baja y dura, despojada de su falso encanto.
—Esto no se trata de lo que tú quieras, Sloane. ¡Tenemos un compromiso arreglado! ¡Nuestras familias esperan una boda! ¡Te casarás conmigo, te guste o no!”
Me reí por última vez, una risa de liberación.
—Tranquilo, Robert. La boda será. Ya que la mayor es Sarah, claro que habrá boda, ¡pero con ella! Los dos son tan miserables y asquerosos que se merecen el uno al otro.
Me di la vuelta, con Dakota caminando a mi lado como una guardaespaldas fiera.
—Vamos, Dakota. Operación Recolección.
Y con la dignidad de quien acaba de amputar un tumor maligno de su vida, ignoré los gritos histéricos detrás de mí y subí las escaleras a recoger mis cosas.
Sloane
—Solo lo esencial, Sloane. Ropa, tus libros de medicina, tu colección de pinzas quirúrgicas raras... y esa sudadera horrorosa de la Universidad de Michigan. Sé cuánto te gusta,— decía Dakota, doblando sin piedad los suéteres.
Yo seguía su ritmo en un estado de entumecimiento productivo. Llenamos tres maletas grandes, sin permitirnos pausas. Ver mi vida siendo empaquetada en tres maletas se sentía como una cirugía a corazón abierto.
Cuando las maletas estuvieron llenas, nos miramos.
—Listo, —susurró Dakota.
Tomamos las asas, yo llevando dos y Dakota una, y nos dirigimos a la escalera. La escena en el salón seguía siendo un caos controlado.
Robert estaba sentado en el sofá, con la pierna extendida y un médico de familia revisando la zona golpeada. Sarah, con el rostro hinchado y el maquillaje corrido, lloraba a borbotones en el regazo de mi madre, que la acunaba con una ternura que nunca me había brindado.
Al vernos descender con las maletas, mi padre se levantó con un salto y nos interceptó al pie de la escalera.