Teoría del Caos y el Bisturí

Capitulo 3

Constantine Kallistos

​Estaba en mi estudio, una fortaleza de madera y terciopelo, analizando los reportes de rendimiento y disfrutando de mi segundo café. La vida es simple cuando sabes lo que quieres y tienes el poder para conseguirlo. Y lo que yo quería esa mañana era tranquilidad, antes de la llegada de mi nieta.

​Mi mayordomo, Sebastian, apareció, con esa expresión de ligera molestia que solo reserva para las inconveniencias sociales.

​—Señor Kallistos, —anunció con su calma habitual. —Su yerno, el señor Arthur Hayes, se encuentra en la entrada. Insiste en que lo reciba urgentemente.

Bajé el periódico financiero. Arthur. Un hombre de negocios tan blando como un malvavisco. Un yerno, que parece más una nuera neurótica.

​—¿Arthur?— Pregunté, mirando a Sebastian por encima de mis lentes de lectura. —¿Hizo una cita, Sebastian? Mi calendario es una obra de arte, no una sugerencia.

​—No, señor. Dice que es vital.

—Pues dígale que la vida es vital, pero yo estoy esperando a mi pequeño neurogenio, — dije, sintiendo el primer atisbo de impaciencia. —Ella tiene la cortesía de llamar. Dígale que haga una cita para la próxima semana. O el próximo siglo. La que llegue primero.

​Sebastian se retiró, y volví a mi lectura, creyendo que el problema estaba resuelto. ¡Qué ingenuidad! Arthur carecía de la habilidad básica de reconocer una amenaza profesional.

—​Sebastian regresó unos minutos después, con un ligero rubor en el cuello. —Señor, el señor Hayes se niega a marcharse. Dice que el asunto concierne a Sloane y al compromiso. Parece bastante alterado.

​Dejé el periódico sobre el escritorio con un golpe que resonó en el silencio. El muy idiota.

​—¿Ah, sí? — Sentí la sangre caliente subir. Si iba a interrumpir mi mañana, lo haría valer. —Sebastian, por favor, tráeme la escopeta de caza la semiautomática Benelli M4. Y carga el cañón.

Sebastian asintió sin un parpadeo. Es un profesional. Regresó en un santiamén. Me levanté, sintiendo mis 70 años como pura gravitas, y tomé la escopeta. El arma era un recordatorio constante de que en esta casa, mi palabra era ley, y mi césped, sagrado.

​Caminé hacia el vestíbulo. Sebastian abrió la gran puerta.

​Allí estaba Arthur Hayes, pálido y sudando, a punto de sollozar en mi mármol importado. Antes de que pudiera emitir un gemido, alcé la escopeta. El CLACK-CHACK al cargar la primera bala fue más elocuente que cualquier discurso. Apunté directamente al suelo, a la altura de sus pies.

—No te dije que no iba a recibirte, ¿imbécil?— rugí.

​Arthur retrocedió de inmediato, como si hubiera tropezado con una serpiente venenosa. —Suegro… Suegro, yo… tengo que…

​—Ya te dije que no me digas ‘suegro’, dime ‘Señor Kallistos’. Tienes cinco segundos para subirte a tu ridículo sedan y desaparecer de mi propiedad o te dejo el trasero como coladera.

​Y empecé el conteo.

​—Uno…

Arthur se puso tieso. Pude ver el terror en sus ojos. Un hombre que nunca había hecho un trabajo honesto con sus manos se enfrentaba a una solución muy física.

​—Dos…

​Arthur volteó y comenzó a correr hacia el camino de entrada con una velocidad sorprendente para un hombre de su constitución.

​—Tres.

Solté el primer disparo. El estruendo fue brutal. La munición de perdigones impactó en el mármol, levantando una nube de polvo justo detrás de sus zapatos de diseñador. El grito de Arthur fue música para mis oídos.

​—Tres… y ¡cinco! —Grité, soltando el segundo tiro que alcanzó una maceta de hortensias cerca del Porsche de Arthur. Me reí a carcajadas.

Mientras Arthur se metía en su coche y salía disparado de la propiedad como un cohete, bajé la escopeta. La risa se calmó, dejando solo una sonrisa satisfecha.

​Sebastian, siempre atento, me dio un ligero toque en el brazo. Mi mirada siguió su gesto. Justo entonces, el viejo Ford Focus color gris de Sloane, mi pequeño neurogenio, apareció en la curva del camino de entrada.

—Llegó mi princesa, murmuré, sintiendo una calidez que no tenía nada que ver con la adrenalina. Dejé el arma en manos de Sebastian pero aun sonriendo satisfecho.—Recuérdale a Arthur que no vuelva a tocar esa bocina. Y por favor, Sebastian, tráeme un café fresco. Lo voy a necesitar.

Sloane

​Mientras conducía por el camino de grava que serpenteaba hacia la mansión de mi abuelo, no sabía si esperar un refugio o una reprimenda. El Abuelo Constantine, o como siempre lo llamé desde niña, papi Kallistos, era un hombre de extremos.

De repente, vi una figura familiar en el horizonte. Un hombre corría a toda velocidad, tropezando en el césped perfectamente cuidado. Era mi padre, con su traje de diseñador arrugado. Detrás de él, en la entrada principal, estaba mi abuelo con una escopeta de caza.

​Escuché el grito de Arthur, seguido por el resonante ¡BOOM! de un disparo. El tiro impactó en el suelo, levantando una nube de tierra cerca de los pies de mi padre. El Abuelo Constantine se reía a carcajadas, una risa profunda que venía del vientre.

Sentí una mezcla de horror, alivio y una risa histérica burbujeando en mi pecho. ¿Era mi abuelo disparándole a mi padre? ¿Debería reírme o preocuparme por la salud mental de mi progenitor?

​Vi cómo mi padre se lanzaba a su sedán, su rostro blanco como el mármol, y salía disparado de la propiedad. Me pareció extraño que no estuviera con su chófer, una señal de que la prisa era puramente personal.

Me estacioné cerca y me bajé del coche. Mi abuelo estaba dejando la escopeta en manos de Sebastian, con el rostro todavía iluminado por la diversión.

​Al verlo allí, imponente pero con esa familiaridad inquebrantable, la fuerza que me había sostenido se rompió. Las lágrimas regresaron con una urgencia que no pude controlar. Dejé caer la bolsa, y corrí hacia él.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.