Sloane
El sábado por la mañana me encontró inmersa en mi elemento: el quirófano. Dejé atrás el drama familiar y la urgencia social de Dakota. Hoy, solo existía Ethan.
El ritual de la cirugía era mi ancla. Primero, en la antesala, me despojé de la ropa de calle y me puse el scrub estéril. Luego vino el lavado quirúrgico: agua corriendo sobre mis manos y antebrazos, frotando con cepillo y yodo, veinte movimientos metódicos por área, un baile obsesivo con la esterilidad. El tiempo se detenía. Un neurocirujano no puede permitirse el caos.
Una vez seca, me dirigí al quirófano, donde una enfermera me ayudó a ponerme la bata estéril, asegurando que mis guantes quedaran perfectamente sellados sobre los puños. Sentía el peso de la capucha que cubría mi cabello y la máscara que ocultaba mi rostro. Solo mis ojos, enfocados y azules, eran visibles.
Entré. El aire era frío, limpio, y la luz quirúrgica principal brillaba sobre el campo estéril. Todo el equipo —el anestesiólogo, el equipo de enfermería y el neurólogo— estaba en posición. Los monitores emitían un beep-beep-beep rítmico.
Allí estaba Ethan, pequeño y vulnerable, ya intubado y preparado. Me acerqué, revisé la navegación neuronavigación y me incliné sobre el campo.
—Doctora Hayes, ¿lista?—preguntó el jefe de anestesia.
—Lista,—respondí, mi voz amortiguada por la mascarilla.
Empuñé el bisturí ultrasónico y comenzamos. La cirugía, una resección de Glioma de Tronco Encefálico, fue una batalla de paciencia y precisión microscópica. Tuvimos que mapear cada sinapsis, cada fibra nerviosa. No había margen de error. La vida de un niño dependía de mi mano firme y mi mente clara.
Siete horas después, salí del quirófano. El Glioma había sido extraído con éxito y Ethan estaba estable.
Me quité la capucha y la mascarilla, sentía el peso del cansancio, pero la euforia del éxito me inyectaba adrenalina. Mientras el equipo preparaba a Ethan para trasladarlo a la Unidad de Cuidados Intensivos Pediátricos (UCIP) para la recuperación, me dirigí a la sala de espera.
Los Davies y los abuelos de Ethan se levantaron al verme.
—Hola, Señores Davies,—dije, con una sonrisa genuina. —La cirugía fue un éxito. El tumor se ha resecado completamente y, hasta ahora, las funciones motoras y neurológicas se ven intactas. Pronto podrán ver a su pequeño; una enfermera vendrá en unos minutos para avisarles.
La Señora Davies no dijo nada. Simplemente caminó hacia mí y me dio un abrazo que me dejó petrificada. Mi uniforme, probablemente lleno de sudor, se empapó con sus lágrimas. Instintivamente, devolví el abrazo.
—Muchas, muchísimas gracias, Doctora,—me dijo, con la voz entrecortada por el llanto. —Se lo agradezco con toda mi alma.
–No hay de qué,— le dije, soltándola con suavidad. —Es mi trabajo. Espero que estén bien.
Luego vinieron los abrazos y agradecimientos de los abuelos, y de repente, me sentí desbordada por la gratitud.
Después de dar las últimas indicaciones al equipo de UCIP, me dirigí a la cafetería del hospital. Necesitaba desesperadamente un ancla de realidad.
—Un café negro, doble carga,— pedí. Lo recogí y busqué un asiento tranquilo. El aroma del café cargado, fuerte y oscuro, me hizo suspirar. Era mi combustible.
—¡Sloane!
El grito de Dakota me hizo levantar la cabeza.
—¡Te estaba buscando!—gritó, y la vi correr hacia mí.
—¡Dakota, no corras! ¡Podrías caer…!— le advertí.
Demasiado tarde. Su pie derecho, calzado en uno de esos Crocs de hospital, se deslizó hacia adelante y el izquierdo hacia atrás en el suelo pulido. PUM. Se estrelló contra el piso con un ruido seco, cayendo como una rana descuartizada.
Silencio. Un segundo de pausa dramática.
Entonces, Dakota rompió a reír a carcajadas. Yo la seguí, riéndome tan fuerte que las lágrimas se asomaron a mis ojos por segunda vez ese día.
—¡Ven a levantarme, mal amiga!—me pidió, aún riendo desde el suelo.
—Fui hacia ella, riéndome hasta que me dolió el estómago. —¿Cómo te pones a correr, sabiendo que llevas esos Crocs demoníacos? ¡Estás loca!
—¡Me olvidé que andaba estas cosas del demonio!— exclamó, riéndose también mientras intentaba incorporarse.
Afortunadamente, la cafetería estaba casi vacía a esa hora. La levanté.
—¿Crees que me quede morado el trasero?—me preguntó, sobándose la zona adolorida.
—Probablemente. Por lo menos tienes quién te ponga pomada,—respondí, moviendo las cejas con picardía.
—Ella se echó a reír de nuevo. —No me des ideas, Sloane.
—Vamos a sentarnos,— le dije. —¿Y para qué me buscabas, señora caída?
—Ah, sí. Es para decirte que mi turno acaba en media hora y saldré con mi cuchurrumí,— dijo, usando su adorable término latino. —Así que a las nueve en punto pasaré por ti. Necesito que estés lista, ¿okay?
—Dakota, no me agrada la idea de ir a una fiesta,— le dije, volviendo a mi café.
—¡No, no, no!— Me dijo seriamente. —Ya basta de morir por ese animal rastrero, ¿okay? Tienes que ir para olvidar a esa rata inmunda.
Comencé a reírme de sus coloridos insultos. —Te dije que no estoy triste ni lo extraño, pero igual iré contigo. Estaré lista, no te preocupes.
—Eso espero,—me advirtió. —Bueno, te dejo. ¡Chao!— Se levantó, me abrazó, besó mi mejilla y se fue con un paso lento y cuidadoso.
Bueno, no tengo de otra que ir a esa fiesta, pensé, mientras terminaba mi café. El caos. Siempre el caos.
---
Llegué a casa exhausta pero con la mente ligera después del éxito de la cirugía. El reloj marcaba las ocho. Tenía exactamente una hora para transformarme de cirujana a… bueno, a lo que Dakota quisiera que fuera. Puse manos a la obra.
El ritual de la preparación comenzó con una ducha caliente de veinte minutos, dejando que el vapor limpiara el agotamiento y el olor a antiséptico. Al salir, saqué el vestido que Dakota había dejado sobre la cama. Era de un rojo vibrante; mi color favorito, ese tono fuerte que contrasta con mi palidez. Tenía unos delicados tirantes de perlas y un escote en V que favorecía el pecho, mientras que la falda llegaba justo a la rodilla, pero con una abertura audaz en el muslo.