Teoría del Caos y el Bisturí

Capitulo 8

Sarah Hayes

​Estoy en mi suite, ocupada con los últimos detalles de la boda. ¡Mi boda! Una sonrisa se extiende por mi rostro mientras deslizo una muestra de tela de seda marfil entre mis dedos.

​Todo está yendo perfectamente, no podría ser más feliz. Robert es mío, y la satisfacción de saber que esa mosca muerta de Sloane está sufriendo es el mejor regalo de bodas. Quiero que esa perra sufra y que entienda que jamás podrá compararse conmigo.

​Solo de saber que Sloane está en algún rincón llorando la pérdida de su prometido, me llena de euforia.

Solo falta el toque final para que ella sufra más. Sostengo una caja elegante entre mis manos: una prueba de embarazo. El sueño de Sloane siempre fue ser madre, formar la familia perfecta, la que a ella le negaron mis padres al nacer. Si estoy embarazada, esto terminaría de destruirla. Sí, necesito estarlo.

​Me dirijo al baño, sigo las instrucciones de la prueba con el cuidado meticuloso que pongo en mi maquillaje y en mis dietas. Salgo y coloco la pequeña varilla sobre el mármol, esperando a que pasen los cinco minutos. Me lavo las manos lentamente, observando mi reflejo en el espejo. Mi cabello rubio oscuro, mis ojos verdes, la imagen de la perfección que mi madre siempre me recordó que era.

​Aunque ser madre no me agrada. La idea de deformar mi cuerpo, com las estrías, el dolor, no es nada agradable. Pero la idea de ver sufrir a Sloane, al saber que le quité a su prometido y que, además, le daré al clan Fitzwilliam el heredero que ella ansiaba darles, me llena de una satisfacción sublime.

​Miro el reloj. Los cinco minutos han pasado.

​Mi sonrisa se hace enorme. Dos líneas. Positivo.

​El abuelo, Constantine, se le quitará lo molesto que está al saber que tendrá un bisnieto, y dejará de lado toda esa estupidez de la traición. Y Robert, obviamente, estará feliz, al igual que sus padres. Esto no podría ser mejor.

Tengo que preparar todo. Anunciaré el embarazo y me aseguraré de que Sloane esté presente para presenciar mi triunfo.

Que comience la segunda ronda, digo para mí, sintiéndome la mujer más poderosa del mundo.

Sloane

Me desperté y mi cerebro tardó unos segundos en procesar la realidad. El reloj marcaba las once y media de la mañana de un glorioso domingo. Aún tenía sueño, pero mi mente se aferraba al recuerdo del beso de anoche. Un beso increíble. Ese hombre estaba bellísimo, pensé, repasando mentalmente la firmeza de sus brazos.

​Justo cuando estaba perdida en la contemplación del techo, Dakota entró en la habitación despacio… para luego lanzarse encima de mí gritando:

—¡Holaaaaaaaa!

Ay, Dios, esta mujer va a acabar conmigo, pensé, con el corazón acelerado. Casi me da un infarto.

—Tomé la almohada más cercana y le di en la cara. Empecé a reír. —¡Esto es por asustarme!

—​Ella tomó otra almohada y me devolvió el golpe. —¡Y este es porque se me da la gana!—dijo, riendo.

​Comenzamos una guerra de almohadas como si estuviéramos de nuevo en la secundaria. Cuando por fin nos cansamos, nos quedamos las dos tiradas en la cama, mirando al techo, agitadas y con el cabello desordenado.

​—¿Qué comeremos hoy?— le pregunté a Dakota.

—Hoy iremos a casa de mis padres, bebé,— respondió, levantándose. —Quieren verte, y yo no quiero cocinar. Tú me imagino que tampoco.

​—¡Eso es muy buena idea! Hay que ir a invadir la casa de tus padres.

​—Bien. Iré a alistarme. ¡Y tú también, levántate, perezosa!—me gritó.

​—¡No grites! ¡Me duele la cabeza!— le repliqué.

​—Uhh, a mí también,— admitió. —Hay que dejar de gritar las dos.

Me di una ducha reparadora, usé mis cremas y decidí que hoy era un buen día para usar vestido. Elegí uno blanco de manta que me había regalado Dakota, simple, precioso, y sobre todo cómodo. Lo combiné con unas sandalias blancas bajitas. Tomé un bolso pequeño donde guardé mi teléfono y mi tarjeta.

​Salí de la habitación, y Dakota y yo nos quedamos viendo mutuamente. Ella también llevaba un vestido blanco, pero con flores rojas bordadas en la orilla. Empezamos a reírnos al mismo tiempo.

​—Hoy seremos gemelas,—me dijo sonriendo.

—Eso siempre—” le respondí.—“¿Lista para irnos?

​—Lista,—dijo ella. —Estoy a punto de comerme el gato del hambre.

​—No tenemos gato, Dakota,— le dije riendo.

​—Nosotras no, pero el vecino sí,—respondió con picardía.

​—Es mejor que el vecino mantenga encerrado su gato,— le dije entre risas.

​Una media hora más tarde, llegamos a la casa de los padres de Dakota. Doña Elena y Don Ricardo me saludaron con su calidez habitual.

​—¡Hija! ¡Qué bueno que viniste!— me dijo Doña Elena, abrazándome fuerte.

—Gracias, Tía Elena. Estoy feliz de estar aquí,—le dije, devolviéndole el abrazo.

​—Bienvenida, hija,— me dijo Don Ricardo. —Me alegra que vinieras.

​—Gracias, Tío Ricardo. Estoy muy feliz de estar aquí.

​Sí, les digo tíos. He pasado tanto tiempo con ellos que ya me consideran familia, y yo los quiero como si fueran míos.

—¡Bien, vamos a comer!—dijo Dakota. —Muero de hambre.

​Nos dirigimos a la mesa. Había un caldo de res humeante y también carne asada.

​—¿Y el caldo, Mami?— preguntó Dakota.

—¡Para la resaca, mija!— dijo su madre con una sonrisa.

​Dakota y yo nos miramos y nos reímos.

​Comimos, disfrutando de la comida casera y la atmósfera relajada. Luego, nos fuimos al patio, extendimos una manta bajo un gran árbol y nos sentamos.

​—Esto es vida— le dije a Dakota.

​—Lo es,— me respondió ella, cerrando los ojos.

​Dos minutos después, mi teléfono sonó con una notificación.

​Lo revisé. Era una invitación, elaborada y formal, de mis padres. Una “pequeña reunión” para celebrar a la "feliz pareja” (Robert y Sarah, por supuesto).

—Dakota,—dije, con una sonrisa amplia y malvada. —¿Quieres ir hoy en la noche a ver el circo?




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