Las horas se arrastraban lentamente mientras mi mente se debatía entre la oscuridad y la desesperación. Cada paso que daba por los pasillos de mi casa parecía hundirme aún más en el abismo de mis pensamientos tormentosos. El aroma a alcohol impregnaba el aire, revelando mi estado de embriaguez, y mis pies tambaleantes dejaban huellas erráticas en el suelo.
Una convicción férrea comenzaba a cobrar forma en lo más profundo de mi cabeza. Un susurro constante se repetía una y otra vez, diciéndome que la única salida a mi dolor era sentarme en el viejo sillón y enfrentar el abismo, introduciendo el frío cañón del revólver en mi boca y apretando con firmeza el gatillo. Era como si una fuerza invisible me empujara hacia la autodestrucción, hacia el fin de mi propio sufrimiento.
Movido por una mezcla de desesperación y una extraña sensación de liberación, obedecí a esa voz interior. Mi mano temblorosa alcanzó el arma y la llevé a mi boca. Con el corazón desbocado y los dedos apretando el gatillo con una fuerza descomunal, esperé el estruendo ensordecedor del disparo que acabaría con mi existencia. Pero nada ocurrió.
El silencio extendió por la habitación, y mi cuerpo se desplomó sin fuerzas al suelo. Las lágrimas brotaron de mis ojos como un torrente desbocado, mezclándose con el vómito que expulsaba de mi cuerpo. Era una danza horrible de dolor y desesperanza, una rendición desgarradora a mis propios demonios internos.
Cuando finalmente logré recomponerme lo suficiente, me arrastré hacia el baño en busca de algo de alivio. Allí, frente al espejo empañado, contemplé mi rostro demacrado y lleno de angustia. El agua fría se convirtió en mi aliada, limpiando las huellas de mi tormento y refrescando mi semblante apagado. Luego de lavar mi rostro, sentí una suave brisa acariciar mi piel a través de la ventana.
Miré hacia afuera y pude ver cómo el amanecer se desplegaba majestuosamente en el horizonte. El cielo se teñía de tonalidades cálidas y doradas, mientras los primeros rayos de sol anunciaban un nuevo día. Era un recordatorio doloroso de que la vida continuaba su curso implacable, incluso en medio de mi desesperación más profunda.
En ese preciso instante, el sonido estridente de mi celular rompió el silencio. Con manos temblorosas, lo tomé y vi en la pantalla el nombre de la dueña de la tienda donde mi padre solía trabajar. Con un nudo en la garganta, respondí y sus palabras se grabaron en lo más profundo de mí ser.
La voz de la mujer, llena de tensión y emoción contenida, me informó que una colega suya tenía en su poder imágenes captadas por las cámaras de seguridad de su pequeña tienda. En esas grabaciones, uno de los asesinos de mi padre quedaba expuesto. Mi espalda tembló un poco, y una mezcla de rabia y determinación se apoderó de mí ser.
Sin perder un segundo, me arrojé un chorro de agua fría sobre el rostro, como un intento desesperado de lavar mi dolor y fortalecer mi voluntad. Guardé el revólver en la guantera de mi auto, consciente de que mi camino no era la autodestrucción, sino la búsqueda de justicia por mano propia. Conduje a toda velocidad hacia el norte de la ciudad, sintiendo cómo la adrenalina recorría cada fibra de mi ser. La última cerveza negra en mi mano se convirtió en una compañera efímera, un último consuelo antes de enfrentar lo que me esperaba en esa pequeña tienda.
El paisaje a mí alrededor se desdibujaba mientras mi vehículo cortaba el aire a gran velocidad. Los pensamientos se agolpaban en mi mente, entrelazándose con la esperanza y la sed de venganza. Mis manos apretaban el volante con fuerza, transmitiendo mi determinación a la máquina que me llevaba hacia mi destino. Sabía que había llegado el momento de enfrentar la verdad y honrar la memoria de mi padre, sin importar las consecuencias que ello implicara.
El sol seguía ascendiendo en el horizonte, bañando el mundo con su cálido resplandor. La ciudad se despertaba a mi paso, ajena a la tormenta que rugía en mi interior. Mientras avanzaba sin mirar atrás, sentí una fuerza renovada que brotaba de lo más profundo de mí ser. La oscuridad de la noche comenzaba a desvanecerse, y con ella, renacía mi voluntad de matar.
Salí de la pequeña tienda sintiendo el sabor amargo del vómito en mi boca. Las imágenes impactantes captadas por las cámaras de seguridad seguían retumbando en mi mente, sacudiendo mi ser con cada recuerdo. Me preguntaba una y otra vez por qué mi padre no había tenido la misma oportunidad de escapar de aquel maldito ladrón. No entendía cómo en aquella situación el criminal había disparado al techo en lugar de apuntar al pobre empleado de la tienda, como había hecho con mi padre horas antes. La confusión me abrazaba con fuerza, dejándome desorientado y sin respuestas claras.
Ingresé nuevamente a mi auto, donde la fuerte luz se filtraba a través de las ventanas. Miré alrededor, dándome cuenta de que el día había comenzado su inevitable avance. En ese instante, noté cómo el odio que sentía hacia aquel ladrón, potenciado por las imágenes de las cámaras de seguridad, se multiplicaba en mi interior. La llama de la ira crecía desenfrenadamente, alimentada por la injusticia que había experimentado. Me aferré al revólver que guardaba en la guantera, sintiendo su frío entre mis manos, un símbolo de venganza y justicia.
Mientras mi mente luchaba por encontrar claridad en medio de la tormenta emocional, mis ojos se posaron en el joven empleado de la tienda. Estaba parado justo afuera de mi auto, observándome con una mezcla de comprensión y determinación. Bajé la ventanilla, estableciendo un vínculo silencioso entre nosotros. Sin necesidad de tantas palabras, nos entendimos mutuamente.
El joven empleado, con voz temblorosa pero firme, compartió conmigo la información que poseía. Había visto al ladrón abandonar la escena del crimen y subirse a un auto negro junto a una joven chica. Sus palabras resonaron en mis oídos, reforzando mi determinación y encendiendo una llama aún más ardiente en mi interior. El ladrón había huido en dirección a los cerros a toda prisa, y esa información se grabó en mi mente como un camino a seguir.