En ese momento, una extraña sensación de gratitud invadió mi mente. Sentí la enorme satisfacción de creer que, esta vez, el destino, Dios o tal vez el mismísimo demonio, estaban obrando a mi favor. Era como si todas las piezas del rompecabezas se hubieran encajado perfectamente en mi tormento y ahora me brindaran una oportunidad de escape.
A medida que la adrenalina se adueñaba de mí, tomé conciencia de la fría presencia de mi revólver temblando bajo mi chaqueta. Era como si el arma misma compartiera mi ansiedad, pero estaba decidido a mantener la calma. Sabía que el momento de desenfundar y poner a trabajar mi fiel compañero de acero se avecinaba rápidamente.
Con voz cortante y firme, respondí a algunas de las preguntas que me lanzaban, sin mostrar señales de estar a la ofensiva. Mi objetivo era mantenerme en el papel del sereno y controlado, ocultando cuidadosamente la lava ardiente que fluía por mis venas. Cada palabra pronunciada era medida y calculada, evitando cualquier indicio de agresión.
Pero mientras actuaba con aparente tranquilidad, mi interior era un hervidero de emociones. Sentía cómo mi corazón palpitaba desbocado en mi pecho, mientras mis manos luchaban por contener el temblor que amenazaba con revelar mi verdadero estado de ánimo. Cada músculo en mi cuerpo estaba tenso, preparado para el momento en que la situación exigiera una respuesta más enérgica.
Mientras el auto continuaba por el camino, la tensión se incrementaba a cada segundo. Mi garganta estaba seca, y tragaba saliva compulsivamente, como si fuera un desquiciado sediento. Cada giro, cada respiración, me acercaba al desenlace que definiría mi destino.
Acomodo meticulosamente cada hebra de mi cabello mientras siento cómo la temperatura de una de mis mejillas va en aumento. La excitación y los nervios se mezclan en mi interior, creando una combustión interna que amenaza con revelar mis más profundos sentimientos. Sin embargo, me esfuerzo por mantener la compostura, ocultando cualquier rastro de emoción en mi rostro.
En ese preciso instante, mi compañera de viaje, se vuelve hacia mí con una incómoda sonrisa y me ofrece la Coca-Cola. Agradezco el gesto con una mirada de complicidad y acepto la bebida con gratitud apagada. La sensación de la botella fría en mis manos me reconforta, como si fuera un bálsamo para mi ansiedad creciente.
Le doy un largo sorbo, saboreando su dulzura mientras la frescura del líquido se desliza por mi garganta. Cierro los ojos por un momento, disfrutando de ese breve respiro antes de enfrentar lo que está por venir. Luego, con cuidado, devuelvo la bebida a mi compañera, dejando que nuestras manos se rocen brevemente en el intercambio, lo que desata una corriente eléctrica a través de mi cuerpo.
Con una determinación renovada, me aferró al volante y piso el acelerador con decisión. La velocidad aumenta y el viento se cuela por las ventanas abiertas, jugueteando con mis cabellos y agitando mis pensamientos. Siento una mezcla de emoción y temor correr por mis venas, pero estoy dispuesto a arriesgarme por ese amor que tal vez nos une en secreto.
Sin embargo, apenas unos segundos pasan cuando mi compañera se inclina de nuevo hacia mí. Y con su voz suave pero firme llenando el espacio del auto, me pide que baje la velocidad, que no debemos ser tan “obvios” en nuestras acciones. Su sabiduría y sensatez me recuerdan la importancia de ser cautelosos.
Tomando una profunda inspiración, asiento con determinación y obedezco sus palabras. Mermar la velocidad del auto se convierte en una metáfora de nuestra discreción, de la necesidad de mantenernos ocultos en las sombras mientras dejamos que nuestros corazones hablen en silencio. Mientras sigo conduciendo a un ritmo más moderado, me acaricio la mejilla que ha adquirido un tono rojizo.
El paisaje que se despliega ante nosotros se convierte en una pintura en movimiento, pero nuestros ojos están fijos el uno en el otro. En cada mirada furtiva, en cada sonrisa disimulada, se esconde el deseo y la complicidad. Sabemos que no podemos ser imprudentes, que cada paso en falso podría poner en peligro lo que hemos construido en secreto. Pero irónicamente, es precisamente en este momento cuando lo vemos.
No puedo creer las palabras que salen de la boca de este enigmático chico. Cada frase que se formula en mi cabeza es como un puñal afilado que se clava en lo más profundo de mi corazón. Trato de entender que este chico, que se encuentra detrás del volante, tal vez esté experimentando una lucha interna desgarradora, ya que estamos a solo segundos de que nuestros destinos nos conduzcan directo a la cárcel. Pero el hecho de que me culpe a MÍ por todo lo que estamos viviendo me parece una carga demasiado pesada. Incapaz de contener mi ira, le propino una fuerte cachetada en una de sus mejillas y, con voz firme, le ordeno que gire el auto, dejando atrás aquel cordón policial que amenaza con sellar nuestro futuro.
Mientras avanzamos sobre la ruta, siento un nudo en el estómago que aprieta mis entrañas debido a mi violenta reacción. Me inunda la culpabilidad por haberle golpeado, aunque su actitud desafiante no lo justificara. Con la esperanza de suavizar la tensión entre nosotros, decido ofrecerle, en un gesto de disculpa, la botella de Coca-Cola, extendiéndosela con cautela. Él acepta el ofrecimiento con una sonrisa apagada mientras observo la marca roja extendiéndose por su mejilla.
Pasados unos minutos, mi conciencia me dicta que no debemos ser tan "obvios" en nuestra huida, que debemos desvanecernos en las sombras para evitar llamar la atención indeseada. Con voz entrecortada por el remordimiento, le pido al chico que reduzca un poco la velocidad, intentando ser prudentes y pasar desapercibidos. Él asiente en silencio, ajustando la velocidad del auto.
En ese preciso momento, algo captura mi atención a un costado de la ruta. Mis ojos se posan en un joven con la ropa manchada y el rostro demacrado, cuyas manos se agitan desesperadamente en señal de ayuda. Observo cómo su auto se encuentra con la capota abierta y de su interior se escapa un espeso humo negro.