Un Amor Para Toda La Vida

20. Culpa y dolor

Simón

El hospital está lleno de una aparente calma en los pasillos. No hay llanto, no hay risas, no hay nada más que personas con rostro cansado y ansiosos por horas de espera.

El zumbido de las máquinas llega a mis oídos, al igual que las voces apagadas de los médicos y enfermeras, y el eco de pasos rápidos de los paramédicos que traen consigo algunas emergencias. Pero para mí, todo es un ruido de fondo distante, todo se hace nulo, porque solo tengo un pensamiento en mi mente: Ariana, en la forma en que la que encontré en esa playa. El dolor que me confesó su voz mientras me rogaba que me alejara. Ella no sale de mi mente.

Tengo que confesar que siento una culpa enorme, porque no dejo de pensar que si yo hubiera llegado más temprano como eran mis planes, nada de esto le hubiera ocurrido. Yo debí protegerla y no lo hice, y eso no solo me pesa, sino que me está torturando.

Pasan las horas y cada segundo transcurrido, sin saber cómo está, siento que me ahoga un poco más. Tengo que obligarme a respirar profundo, cuando percibo que el aire no está oxigenando mis pulmones, y mi corazón está aún más pesado que hace un segundo, reventándose en mi pecho como si quisiera salir.

Frente a mí está su familia. Su madre llora, está entre sollozos, abrazada a Adriana, mientras su padre, el señor José, se mantiene rígido, de pie, con los brazos cruzados, mirándome de reojo. Lo veo apretar la mandíbula y cerrar los puños con coraje, se nota muy dolido por lo ocurrido Y… ¿Como no estarlo? Como padre tiene que estar con ganas de asesinar a los malditos que le hicieron daño a su hija.

Se vuelve más densa la mirada cargada de enojo del señor que se nota incómodo con mi presencia. Finalmente, camina acelerado y se acerca a mi dirección. Lo veo venir, con su cuerpo evidentemente tenso de ira. Sus ojos, llenos de rabia, se clava en mi.

—No sé quién seas y no me interesa, no tienes nada que hacer aquí —dice, su voz baja forzándose a mantener el control por encontrarse en el hospital, pero su tono tosco se siente duro como el acero—. Lárgate.

Las palabras me atraviesan, no puedo evitar que me incomoden, porque puedo entender su dolor y su desconfianza, pero no retrocedo. Lo miro directamente, notando la tensión más fuerte en su mandíbula y el dolor de padre reflejado en sus ojos. El mismo dolor que siento yo, pero sé que el suyo viene de otro lugar, él le dio la vida, y si a un hijo lo lastiman puedo entender que sientes que te arrancan un pedazo de tu alma. Lo lamento mucho por él, porque sé que quiere protegerla, y yo lo respeto. Pero no voy a dejarla, no puedo.

—Lo siento, señor —respondo de inmediato sin titubear—. No me iré. Su hija es mi vida, es la mujer que amo como usted no puede imaginarse, y yo, no puedo irme —confieso eso tan grande que siento por la chica que estoy seguro, él también adora como padre— Esta no es la forma como hubiese deseado que se enterara de que su hija tiene con ella a un hombre que daría su vida por ella. Y tampoco quiero desafiarlo, pero no me moveré de este lugar

El señor se acerca aún más, con postura desafiante, y puedo ver cómo sus manos tiemblan de rabia que no puede contener. Quiere explotar, y no lo culpo. Porque yo estoy igual o peor que él.

—¡Mi hija está destrozada! ¡Le hicieron algo horrible! ¡Algo que mi niñita no merecía! ¡No quiero a nadie que no sea de la familia aquí! —grita, su voz temblando, sin poder controlar que algunas lágrimas se escapen de sus ojos, mientras lo consume la furia de un padre herido.

—Papá, Simón y Ariana han estado juntos desde hace meses. Él nos ayudó a encontrarla. Y… —Adriana interviene intentando calmar los ánimos.

El señor José no se calma. Noto que la rabia sigue ardiendo en sus ojos, y me siento impotente, como si cada palabra que dijera solo lo empeora mi propia culpa, porque yo debí cuidarla. Yo debí proteger a la mujer por la que en este momento los dos lloramos.

—Dije que no quiero a nadie más aquí —gruñe, su voz llena de dolor y desesperación, señalándome con uno de sus dedos.

La severidad de sus palabras siento que hunde mi pecho, pero no me muevo. No puedo. Lo miro fijamente, sabiendo que, aunque entienda su dolor, no me alejaré de su hija, ni ahora ni nunca.

—Lo siento, señor. Entiendo su dolor, créame que lo hago —mi voz se quiebra mientras las lágrimas empiezan a acumularse en mis ojos—. Esto me está destrozando tanto que siento que no puedo respirar, su hija significa tanto para mí que aunque usted me eche miles y miles de veces, no obedeceré. Porque… No hay poder humano que me aparte del lado de Ariana. —Me sincero exponiéndome a que este señor me reviente el puñetazo que estoy seguro quiere darme.

El señor que está ofuscado frente a mí parece dispuesto a hacer algo, dar un paso más, y por un momento pienso que todo se va a salir de control. Preparo mi rostro para recibir el golpe. Pero su esposa lo detiene, agarrándolo del brazo con fuerza.

—Déjalo en paz, José, porque fue Simón quien le avisó a Adriana que la nena no aparecía.—dice con suavidad, posándose frente a él — No sientas culpa por creer que no estuviste ahí para cuidarla. Porque gracias a ti, y a esa tu terquedad que te mandas siempre, la encontraron. De cierta forma tú le salvaste la vida, mi viejo, porque si no hubiera sido por tu imposición de que nuestros hijos siempre llevaran activa en sus celulares la aplicación para conocer su ubicación, no sé qué hubiese sido de mi Ari. Gracias. Gracias, por ser tan terco, porque eso salvo a nuestra nena —Su tono suave lo va calmando. Sus palabras son una clara intención de calmar esa culpa enorme que se siembra en el corazón, de aquellos que sentimos que no fuimos capaces de cuidar como prometimos a quien tanto amamos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.