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Simón
Freno el auto a unos metros de distancia del sitio a donde vine a parar. Bajo del vehículo, abro el maletero, saco la vara de hierro que cargo en mi auto hace días con un solo fin, y ese fin será esta noche.
La oscuridad envuelve por completo las bodegas. El aire es frío y huele a metal oxidado. Las sombras de las pocas luces encendidas se proyectan en las esquinas, creando un escenario inquietante, perfecto para lo que estoy a punto de hacer. Mi corazón late con fuerza desmedida, muy acelerado, mientras avanzo con sigilo. Mis manos agarran con fuerza el trozo de hierro, al tiempo que mi mente se prepara para mi proceder. No soy un hombre de violencia, nunca lo he sido. Pero cuando tocan lo que más amas, compruebas que algo en ti cambia, algo oscuro y primitivo se despierta.
Mis dedos están tensos alrededor del mazo de hierro, y lo aprieto con rabia, consciente que es la única arma que tengo. «Debí comprarme una maldita pistola» Pero, necesito que mis manos descarguen toda la ira y la frustración que tengo, porque a punta de disparo siento que no lo lograré. No podré saciarme.
En las paredes de la bodega se condensa la humedad de la noche, y el ruido incesante de las máquinas gigantes que estás encendida, opacan el ruido de mis pasos, haciéndolos casi imperceptible. Tránsito por un largo pasillo que me conduce a un cuarto frío, la puerta está cerrada, de repente, escucho dos disparos seguidos que resuenan en mis oídos. Camino más rápido, buscando otra entrada, siguiendo el rastro de lo que acabo de escuchar, guiado por una rabia que ha estado acumulándose en mi interior desde que Ariana fue lastimada.
Con cuidado, camino entre las sombras, escondiéndome detrás de columnas oxidadas, hasta que los veo. La escena se despliega frente a mí, es exactamente la pesadilla que vine a buscar. Justo lo que la mirada asesina del hombre que me abordó en carretera me confesó que sucedería. Juan Pablo sostiene un arma, apuntando a Gerardo y sus compinches. Hay uno en el suelo tendido e inerte, y otro gritando de dolor con un disparo en una de sus piernas.
Esos malditos fueron… —Mis dientes rechinan, al tiempo que la furia en mi sangre hierve.
—Ey… cálmate, Juan. ¿Qué hiciste? ¿Te volviste loco, o qué mierda? Dijiste que veníamos a meternos un porro como en los viejos tiempos, hermano —la voz de Gerardo suena desesperada, con miedo.
—Te advertí que si descubría que tú y esas porquerías eran culpables de lo que le hicieron a Ariana, les iba a pesar. Te escuché, maldito cabrón. En el antro te burlabas con ellos de cómo la sometieron. Cometiste un error muy grave, Gerardo, porque yo no perdono cuando me ofenden, y haberla destruido a ella… eso no solo me ofende, también me duele. —La voz de Juan, es una amenaza cargada de una ira insana.
Otro disparo retumba en el espacio, mientras busco la forma de entrar al puto cuarto, fuerzo una de las entradas. El hombre, que estaba en el suelo con su pierna perforada, grita más fuerte cuando su otra pierna recibe la bala. El eco del grito me perfora los oídos, pero no me detengo. Avanzo más cerca. El odio en sus ojos es profundo, y ver eso solo incrementa mi propia rabia.
—¡Arrodíllate o te hago arrodillar! —exige Juan, apuntando el arma directamente a la cabeza de su supuesto amigo, quien está incrédulo ante lo que está ocurriendo — Que te arrodilles, dije —vuelve a pedir el joven empuñando con más firmeza su arma.
Todo pasa ante mis ojos en segundos.
Gerardo intenta resistirse, pero su cuerpo tiembla. Veo el miedo en sus ojos, cuando otro disparo más se estrella contra el tórax de su compinche, quien queda Inmóvil, mientras su pecho sangra. La palidez en el rostro de Gerardo es un reflejo del pánico que siente. Se nota que no puede creer que su amigo de toda la vida esté haciendo esto contra él. Y yo tampoco puedo creer lo que estoy a punto de hacer.
—Le hiciste daño, Gerardo. Esa nena es especial y la destruiste. ¿Sabes lo que se siente cuando te dañan algo que es especial para ti? Ella no lo merecía, ninguna mujer merece que malnacidos enfermos como tú la lastimen de esa forma. —reprocha Juan, apuntando su arma con manos temblorosas hacia quien está frente a él de rodillas. Se nota muy consternado, se nota que le duele, porque ese a quien apunta no es cualquiera, ese chico también ha sido siempre alguien especial para él.
— Eres mi amigo, maldita sea. No puedes olvidar eso. Te dejó por ese cabrón del profesor. ¡Esa zorra no lo vale! —grita Gerardo desesperado, cuando siente que está perdido.
Algo en mi interior estalla. Las palabras de Gerardo, su voz temblorosa, su cobardía, y su ofensa hacia la mujer que adoro con mi vida.
"Él es el malnacido que me la destruyó…" —Esas palabras me golpean como un martillo en el cerebro. Sigo pensando en mi mujer, en esa noche que la encontré temblando en esa playa, en su rostro destrozado por el dolor, en su mirada vacía. Y algo dentro de mí se rompe.
Antes de darme cuenta, mis piernas me llevan hacia ellos. Empuño con todas mi fuerza el mazo de hierro en mi mano y, sin pensarlo dos veces, lo levanto y lo estrello con violencia contra la espalda de Gerardo. El impacto es brutal, el sonido sordo del metal chocando contra su cuerpo me retumba en el pecho y aviva mis ganas de acabarlo. La porquería grita, su cuerpo se desploma al suelo, retorciéndose de dolor.