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Ariana
Las manos me tiemblan cuando termino de ponerme la bata blanca que me entregó la enfermera. Es una mujer de mirada dura y sin un rastro de calidez en sus ojos, que me observa con una indiferencia que me hace sentir pequeña, casi invisible, por sentir que para ella lo que estoy a punto de hacer, es como si estuviera devolviendo algo defectuoso, algo que vengo a desechar porque fue un error.
—Acuéstate, apoya los pies aquí y abre bien las piernas —me ordena en un tono que me hiere.
Sus palabras son frías, secas y sin compasión, como si yo fuera solo un número en su lista. Y por más sensible que esté, tengo aceptar que solo eso soy ante sus ojos, una chica más que viene a interrumpir un embarazo que no estaba entre sus planes. Cada palabra suya la siento como un golpe fuerte en mi pecho, una confirmación de que no hay vuelta atrás, de que soy una cobarde que ya tomó una decisión de no enfrentarme a la vida. Hace semanas que me siento atrapada, y duele descubrir que en realidad no soy tan fuerte.
Con calma me acuesto en la camilla fría. El metal me cala en la piel, haciéndome estremecer cuando mi cuerpo hace contacto con su superficie helada. Me pongo en la posición que me ordenó la señora vestida de blanco y cierro los ojos un instante, tratando de reunir la poca fuerza que me queda para pasar este duro trance. En mi mente, me repito que esto es lo correcto, que en mis condiciones no estoy apta emocionalmente para hacerme cargo de una criatura. Pero esa certeza se hace trizas en cuanto siento que mi corazón se acelera, solo con pronunciar que alguien que crece dentro de mí, en pocos minutos ya no estará.
—Mantén los brazos a los costados y no te muevas —dice otra voz, esta vez la del médico. Vuelvo a cerrar fuerte los ojos, para no ver su expresión, porque se mantiene en silencio, enfocado en sus guantes, pero hay una frialdad en su mirada que siento, me traspasa el alma, haciéndome sentir como si para él esto no fuera más que otra tarea del día. Ni un resquicio de humanidad, de compasión. Solo orden y cumplimiento.
Mi corazón late fuerte, golpeando en mi pecho, como si intentara convencerme de no seguir. Pienso en todo lo que me ha llevado a este momento, en cómo mi vida cambió, en cómo yo misma ya no soy quien era. Reconozco la angustia, el miedo e incluso la culpa que quiere apodarse de mí para detenerme. Quiero irme. Quiero volver a mi cama, cubrirme de pies a cabeza, y que este día no exista. Nada de lo que he vivido, eso que me tiene sin ganas de continuar, quiero que mi mente lo recuerde.
Mis piernas siguen temblando, obedientes, abiertas y expuestas. Respiro hondo y cierro los ojos con más fuerza, como si no ver nada a mi alrededor pudiera borrar lo que estoy a punto de hacer.
Empuño mis manos y entierro las uñas en mis palmas, sintiendo la bata ligera sobre mi piel y la brusquedad de la enfermera al tratar de acomodar mis piernas. El contacto de sus manos me altera y, al mismo tiempo, me someten a una carga inmensa, como si mil toneladas de escombro estuvieran aplastando mi pecho. Mis manos tiemblan y, aunque trato de respirar profundo, el aire se me escapa, como si no pudiera llenar mis pulmones. Mi respiración errática es una confirmación de lo nerviosa que estoy, abro y cierro los ojos una y otra vez, intentando que la oscuridad borre los recuerdos, el dolor… pero también este miedo que me pone pequeñito el corazón, el cual late dentro de mí, como si quisiera gritar.
Una lágrima se desliza por mi mejilla, luego otra, y otra más. Miro al doctor que se coloca en posición, veo sus manos prepararse para el procedimiento, sus ojos fríos e impasibles medio miran mi rostro y vuelve a bajar la cabeza a mi entrepierna. La enfermera también me observa, su expresión es igual de dura. No estoy juzgando su proceder, para mal o para bien, este es su trabajo, y entiendo que, más que personas con sentimientos, ven pacientes que deben atender.
Entonces, las dudas se desbordan en mi mente.
¿Esto es lo que realmente quiero? ¿Podré vivir cada día con este vacío, sabiendo que me deshice de esta pequeña vida que me pertenece, en medio de tanta oscuridad? ¿Podré ser capaz de cargar con esa decisión sin que me rompa aún más? —Me cuestiono, sin que mis lágrimas dejen de caer, al tiempo que me invade el recuerdo del abrazo de mi madre, mientras me daba su bendición cada mañana al salir de casa. Fui premiada por tener la mejor mamá del mundo, y yo… Yo hoy estoy por acabar con la vida de mi hijo. De repente, pienso en un futuro lejano, en días grises y vacíos en los que, tal vez, este momento se repetirá en mi mente, un recuerdo amargo del instante en que, por miedo y desesperación, dejé ir algo tan mío.
—Este bebé es mío. Sin importar la forma en que llegó a mí, es mío. —Mi pensamiento se me escapa en un susurro, que me estremece la vida.
El médico se inclina hacia mí, y veo sus manos listas para comenzar. En ese momento, algo dentro de mí colapsa. El peso en mi pecho explota. Mi cuerpo, tembloroso y frágil, se llena de una única certeza.
—Es mío. —repito una vez más, un poco más fuerte para escucharme—. No puedo hacerlo. —Exploto en un llanto lleno de sentimiento.
La enfermera y el médico se miran el uno al otro, luego ambos me observan como si me hubiera vuelto loca.
—No puedo hacerlo, no puedo hacerle esto a mi bebé. Yo, no puedo hacerlo —Mi voz tiembla ahogándose con mi llanto, mientras me levanto de la camilla donde estaba acostada lista para el procedimiento.