Pasas los días siguiendo las rutinas: saludar, hablar, sonreír. Todo parece un acto. Hay momentos en los que te miras al espejo y te dices: "Lo estoy haciendo bien. Estoy superando esto." Pero esas palabras las repites sin creerlas. A veces, te preguntas si la gente que te rodea lo nota. ¿Lo ven? ¿Pueden ver lo que te está pasando, aunque no lo digas?
"Todo está bien", te repites. Pero no es cierto. Nadie te pregunta realmente cómo estás. No se atreven o tal vez eres tú quien evita las preguntas, ya no sabes qué es cierto, ya no sabes qué es normal.
Un día, mientras te cruzas con alguien conocido, escuchas un susurro:
"Te vi hace unos días. ¿Todo en orden?"
"Sí, claro... todo bien."
La mentira se te resbala de los labios con facilidad. De hecho, ya ni siquiera parece una mentira, es un mecanismo, algo automático, como si fuera lo único que te queda lo único que te mantiene en pie.
El dolor sigue allí, pero lo escondes bajo una capa de fortaleza. Te haces más frío, más distante. Te convences de que no necesitas a nadie, pero te preguntas: "¿Esto es fortaleza o solo miedo?".