Un matrimonio con el Diablo

8: Los tres

El sigilo era un arte que Bahar dominaba casi en su totalidad. Había sido necesario desarrollar ese hábito de supervivencia durante la época en la que vivía con su padre, puesto que este era un hombre excesivamente violento al emborracharse. Aunque el motivo que la llevó a caminar de noche, se debió a una pesadilla. Es decir, que haber escapado de ese pueblo machista, no significaba que su estado mental no siguiera atascado en sus propios traumas. 

Cada noche las golpizas se repetían entre sueños.

A veces, se escabullía por las instalaciones de la mansión para dar un paseo. Últimamente, lo hacía con mayor cuidado, ya que no deseaba encontrarse con ningún empleado. No toleraba lidiar con sus rostros. Por lo general, nada la sacaba de su laguna mental. Esa noche fue la excepción. Mientras se encontraba andando como un fantasma con un farol de mano, Bahar agudizó su audición al detectar un sonido extraño proveniente de los arbustos. 

Había alguien ahí. 

—Es muy tarde para que se trate de una mucama. —murmuró para sí misma, haciéndose a la idea de que se equivocó por estar inmersa en alucinaciones. Iba a seguir su camino, sin embargo, sus pies se ataron al suelo y para cuando quería evaluar la situación, ya se había acercado, abriendo imprudentemente el arbusto sospechoso. Lo que vio la sorprendió. —¿Qué haces aquí? —soltó sin aliento, volcando su mirada clara sobre el pequeño intruso.

Parecía un bebé conejo aterrado.  

En respuesta a la pregunta, se formó un largo silencio, tiempo que hizo enloquecer a Bahar por no saber qué decir. Con lentitud, suavizó las facciones de su rostro al percibir con cuánto terror la miraba el niño. No podía adivinar cuál gemelo era debido a la poca convivencia, no obstante, tenía una ligera sospecha de quién podía tratarse. 

La turca decidió acuclillarse, poniendo el farol a una distancia prudente que permitiera iluminar su figura. Esta vez, trató de dar una buena impresión y se comportó dulce pese a que el estado del menor la desconcertó. Nada de lo que hacía disipaba el espanto del menor.

—¿Necesitas algo? Deberías estar en tu dormitorio, durmiendo. —anunció con suavidad, utilizando su propia lógica. Su intención no era regañarlo, sino entender el motivo de su presencia en el jardín. 

Ercan desvió su mirada a medida que sus extremidades titubeaban del pánico. 

—É-l…dolmil…—balbuceó palabras incomprensibles. Ante eso, Bahar ocultó su exasperación por no comprender la oración que intentaba formular hasta que se le ocurrió una idea. 

—¿Tuviste una pesadilla? —hizo el intento de adivinar. —Yo las tengo a menudo. —mostró sinceridad, deseando atraer su atención. De repente, Bahar se tensó al intuir algo, cuya predicción se confirmó al ver los ojitos del bebé. 

—¿De veldad? —habló por primera vez, teniendo que limpiar sus cachetes gordos y mojados por el llanto. El niño recordó las múltiples advertencias de su gemelo sobre no acercarse a la nueva mujer, pero fue débil. Además, necesitaba ayuda. 

Bahar extendió la comisura de sus labios. 

—Claro, los adultos las tenemos. —contó sin vergüenza, a sabiendas que en esos malos sueños solo ocurrían las peores desgracias. El pequeño Ercan se puso nervioso, aún así, continuó viendo a esa extraña mujer fijamente. 

La muchacha se convirtió en el centro de interés del pequeño. 

—¿Eles mala? ¿Tú también nos halas daño? —quiso saber, usando un tono inocente que calentó el corazón de Bahar. Él era demasiado pequeño como para tener ese tipo de pensamientos aunque era posible teniendo en cuenta su entorno. 

La turca aprovechó que el menor bajó la guardia y tomó sus manos pequeñas, acariciando su piel con la yema de sus dedos. De inmediato, las mejillas de Ercan se sonrojaron al ver a su madrastra besar su dorso, como si se tratara de un caballero prestando juramento. 

—No lastimo niños. —desmintió el malentendido. —¿Acaso me veo tan cruel como una bruja? —bromeó divertida, robándole una sonrisa fugaz a Ercan. Ella creyó que lo estaba haciendo bien a tal punto de que quizás el menor le tenía menos recelo que antes, sin embargo, su intuición pareció errar al ver a Ercan llorar de nuevo. —¿Te sientes mal? ¿Quieres que haga algo por ti? No llores, bebé. —pidió con la boca torcida, disimulando su desespero. Era tan inexperta que no sabía qué le ocurría a la criatura.  

Sin darse cuenta, se acercó más, limpiando las lágrimas de Ercan. Su único fin en ese instante consistió en parar su llanto hasta que se percató de que él se consumía en tristeza, pero ningún sonido brotaba de su boca. Como si no tuviera permitido expresarse. A continuación, los niveles de estrés de Ercan se dispararon. Él no era cuidadoso con sus palabras como su gemelo mayor, tampoco era tan receloso, porque en cuanto trató a Bahar, no la repelió como una mujer malvada. Confiaba en Erdogan aunque ahora no podía darse el lujo de no pedir ayuda si su hermanito podía morir de dolor. 

—A-ayúdame. —suplicó ahogado, luchando contra la dolencia en su pecho, esa que quería asfixiarlo. Se agarró la garganta como si picara. —Por…favor…ayuyalo. —rogó una vez, mirando infinitamente a Bahar con un corazón partido. 

Su desesperación inhumana llegó a conmover a su madrastra. 




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