No —cobró ánimo impetuosamente—, quería quería fortalecer sus músculos y convertirse en un hombre fuerte. Tristeza y alegría, esperanza y desánimo se entremezclaban en su cabeza con el pasar de los minutos. Sólo cuando en el foco vio que se arremolinaban los mayates, se dió cuenta de que era muy tarde. Afuera todavía seguía tintineando la implacable lluvia. Ese fue el primer día de Martín Soto en Guadalajara. Y así siguió fueron los días posteriores; con sentimientos de desesperanza y decepción entrelazándose incesantemente, pero siempre con la sensación de extrañeza por el sitio. Lo grande, lo nuevo, lo insólito que había esperado de Guadalajara poco a poco se iba diluyendo. Naturalmente, había algunas cosas hermosas: los paseos que conducían lentamente hasta el hospicio Cabañas y aquella vista sublime de sus alrededores o los teatros, con sus representaciones y la fascinante reunión de tanta gente y las fiestas, la calle, que siempre le ofrecía en manera de pasarela tantas caras hermosas y seductoras, pero que ese espectáculo sólo lo podía contemplar y nunca participar en él; nunca la inmediatez de un saludo y menos una conversación con aquellas damas.
En los primeros días de su llegada hizo un único intento de introducirse en aquel nuevo mundo. Tenía parientes en Guadalajara, personas que lo habían saludado muy amistosamente en su pueblo, a los que visitó y que lo invitaron a cenar con ellos. Fueron amables con él, incluso sus primos, que tenían aproximadamente su misma edad y, sin embargo, se notaba que al invitado sólo lo toleraban, se daba cuenta de cómo miraban sus ropas, se avergonzaban de su elegancia pueblerina, y se alegró cuando pudo despedirse. Jamás volvió allí. Así que todo lo empujaba a retomar la amistad con su vecino. Por el aspecto de Martín, las personas no le creían que era un universitario, pues aún no había cumplido los dieciocho años. Una tarde había estado vagando por la ciudad durante mucho rato y había vuelto a sentir con profundo dolor la absoluta soledad en medio de las agitadas calles. Así que entró en la habitación de Miguel para platicar un rato. Éste lo saludó desde el sofá, sin levantarse.
—¿Que ir mañana viernes a un bar?
—Claro que sí —dijo Miguel, animándose de inmediato.
—Es un lugar muy selectivo. Así que el jueves no me despiertes antes de las dos de la tarde, lo más seguro es que no volvamos a casa antes del amanecer.
—Sí, me imagino que será divertido —dijo Martín.
Esperaba. Miguel no decía nada. ¿Para qué seguir hablando?
—Oye..., dime, ¿no podrías presentarme a una de tus amigas?
—Bueno, sí, un día de estos, mientras siguetela jalando. Mañana a lo mejor puede ser, claro, sólo hay que conseguir con qué dormirlas.
Martín sintió algo subiéndole por la garganta.
—¿Por quién me tomas? ¿Acaso parezco un niño? Como para llevarla a la cama por mis propios medios.
Algo debió de haber en la voz, en el tono, porque Miguel se levantó de un salto. Se acercó a Martín, ahora de forma verdaderamente cordial, y le palmeó en el hombro.
—No, bebé, no te enfades, no quise decir eso. Pero como te conozco, creo que, en realidad, no creo que logres hacer eso. Eres demasiado fino, demasiado formal, demasiado decente, demasiado así. Allí tienes que ser colérico, un tipo de respeto. ¿Te imaginas participando en un pleito de cantina? No es ninguna desgracia, pero el caso es que no encajas en ese ambiente.
No, no encajaba; se daba cuenta de que en eso Miguel tenía razón. Pero ¿dónde encajaba? ¿Para qué le necesitaba a él la vida? No lo sabía. ¿Debía enfadarse con Miguel o estar agradecido por decirle su opinión? Martín, naturalmente, estaba intentando olvidar las palabras de Miguel y seguía platicando, pero en su mente confabulaba la idea de que todos lo consideraban inferior. No se quedó mucho rato aquella noche y se fue a su habitación, donde permaneció sentado hasta pasada la medianoche, con las manos apoyadas sobre la mesa, inmóvil, mirando fijamente la lámpara.
Al día siguiente, Martín Soto cometió una estupidez. No había dormido toda la noche atormentado por la idea de que Miguel lo considerara inferior, cobarde, un niño. Y por eso había decidido probarle que no le faltaba valor. Así que comenzó a buscar pleito, para demostrarle que no tenía miedo. No lo logró. En el trato con Miguel había aprendido por sus conversaciones cómo había que comenzar este tipo de cosas. En la covacha del restaurante donde Martín comía, se sentaban frente a él algunos estudiantes fornidos. No era difícil buscar bronca con ellos, porque nunca hablaban de otra cosa, todo su pensamiento giraba en torno a los llamados ultrajes al honor. Al pasar junto a su mesa, rozó intencionadamente un sillón y lo derribó. Luego continuó tranquilo, sin pararse a pedir disculpas. El corazón le latía en el pecho. Al momento sonó a su espalda una voz cortante y amenazadora.
—¿Crees que puedas tener más cuidado?
—¡Ve a chingar a tu madre a otro lado!
—¡Qué puto!
Entonces se dio la vuelta. Se alegró de que la cola no le temblara al hacerlo. Todo había sucedido en un segundo. Cuando salía orgulloso, todavía escuchó risas en la mesa y a uno de ellos que decía divertido:
—¡Vaya menso!
Eso echó a perder su sentimiento de orgullo. Y, entonces, se dirigió a su casa. Corrió a la habitación de Miguel, que se había acabado de levantar, le contó todo, callándose, por supuesto, el último comentario y también el hecho de que había tirado el sillón deliberadamente. Estaba esperando que Miguel le diera una palmada en el hombro y celebrara lo cabrón que era. Pero éste se quedó mirando pensativo, dejó escapar un silbido a través de los dientes y dijo molesto: