Vida, nada te debo

Capitulo III • Ya estuvo bueno, llegale, ya no te necesitamos.

—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó Miguel. 

A quien le divertía poner muy nervioso a Martín.

—Es más guapo que tú —se rió Lupita—, sólo que es una lástima que sea tan calladito.

Martín se puso rojo y quiso decir algo, entonces Lupita saltó hacia Martín.

—¡Mira, se pone rojo cuando lo tocas!

—Déjalo en paz —dijo Miguel—. No soporta a las chicas. ¡Es muy tímido!, pero ya lo desmodorrarás

—No estaría mal. Ven conmigo, no voy a morderte.

Lo tomó por el brazo para forzarlo a sentarse.

—Pero, señorita... —tartamudeó el desvalido Martín.

—¿Ya oiste? Me llamó señorita, señorita ni de los ojos. No, señor, prefiero que me llames Lupita.

A Miguel y Lupita, se les cerraron los ojos de risa. Martín tenía un aspecto desvalido y para no sentirse más incómodo se rió con ellos.

—¿Sabes qué? —dijo Miguel—. Vamos a pedir un six. A lo mejor con eso se le quita lo tímido. Vamos, bebé, convidanos un six para la calor.

—Claro que sí —dijo Martín.

Con el pasar de los minutos se fue sintiendo más seguro; el problema de su incomodidad al principio se debía a que lo habían tomado por sorpresa. Salió casi corriendo a la tienda y se trajo las cervezas y unos vasos, y entonces se sentaron los tres alrededor de la mesa, platicaron y rieron. Lupita se había sentado al lado de Martín. Él estaba más animado. En repetidas ocasiones se atrevía a mirar libidinosamente a la dama, pues ella le correspondía con una mirada coqueta. Fue entonces que en él se apoderó una espontánea vitalidad, una energía desenfrenada, y no pudo dejar de contemplar su sensual boca de color rojo, que se abría al reír mostrando sus dientes. En más de una ocasión lo sorprendió examinando sus piernas torneadas y su frondoso busto. De repente, una pregunta fluctuó en el aire cuando él la estaba mirando fijamente.

—¿Te gustó? —dijo riéndose—. ¡Tú también me gustas a mí!

Lo dijo sin ninguna malicia, pero sí con un ligero dejo de broma, de alguna forma le gustó desde que vió su silueta, lo dejó embriagado en un segundo. Se volvía cada vez más desinhibido. Y poco a poco brotó en él el valor líquido que fluía por sus venas, empezó a hablar, a contar chistes. Miguel también se vió sorprendido.

—Pero, bebé, ¿qué pasa contigo? ¡Así deberías de ser siempre!

—Sí—dijo Lupita riéndose —, si te disparas otro seis ¿no te gustaría que te pagara con un beso?

Miguel tuvo que ir a la tienda por más cerveza. El buen humor de los tres iba en aumento. Martín, que no bebía, se encontraba de muy buen humor, reía y bromeaba confundiéndolo

todo y perdió toda vergüenza. Con el tercer six, Lupita empezó a cantar, y permitió a Martín que tocara sus labios.

—¿Verdad que lo permites, Miguel? ¡Es un chico agradable!

—Claro que sí. ¡Adelante! Es sólo un beso.

Y antes de que Martín pudiera pensárselo demasiado, sintió un par de labios húmedos en su boca. No le gustó, por la incomodidad que le provocaba que su “novio” estuviera presente, ni le desagradó, pasó de algún modo sin dejar huella en la confusa alegría, que hacía tambalearse a Martín de un lado a otro. Ahora sólo tenía un deseo, que se prolongara esa ligera ebriedad, fruto del deseo, del amor, de la cerveza y de la juventud. También Lupita tenía las mejillas sonrojadas y algunas veces miraba a Miguel riéndose y haciendo guiños.

De repente, Miguel le dijo a Martín:

—¿Has visto de noche las estrellas?

Martín no entendía a donde iba la pregunta, pero Miguel lo jaló hacía la puerta. Y cuando le abría la puerta, le dijo en voz baja:

—Ya estuvo bueno, llegale, bebé. Ya no te necesitamos.

Martín se le quedó mirando por un momento, desconcertado. Luego comprendió y dio las buenas noches.

Al día siguiente no fue a la primera clase, por primera vez se había perdido de una clase por quedarse dormido. De todos modos, ese encuentro con Lupita, con toda su fugacidad, había irradiado una chispeante incitación en su sangre. Meditaba en silencio si aquello, no sería un error; una mentira solapada por la sed de amistad. Si en este anhelo de salir de la soledad, lo agitaba otro deseo celosamente oculto.

Aquellos días, sus pensamientos se volvieron hacia Lupita. Recordaba aquel día, en la oscuridad de la noche, de modo sutil en el cielo envuelto ya en tinieblas. Desde aquella tarde lo sabía con certeza, deseaba profundamente a esa mujer. No tanto una relación, un amor, sino simplemente un leve roce con alguna mujer. ¿Acaso todo lo desconocido y maravilloso que ansiaba no estaba unido a las mujeres? Entonces comenzó a poner más atención a las mujeres que pasaban por la calle. Veía a muchas que, en su inmensa mayoría en esta ciudad, eran más bellas que la media nacional; ese plus ocasionaba en Martín que sus ojos brillarán con más fuerza al revelarse ante él tantas cosas bellas. Ahora iba menos a clase y pasaba más tiempo recorriendo las calles. Era como si tuviera que encontrar algo que no ha perdido; la casualidad tendría que ayudarle a que sucediera algo inesperado. Veía con envidia y ardiente deseo cómo delante de él se caldeaban los novios, y en su interior se hacía cada vez más alucinante el deseo de tener también él su experiencia. Naturalmente, no deseaba nada extravagante, sólo una mujer, dulce y tierna.




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