Vida, nada te debo

Capítulo IV • Está claro que Martín no es un hombre. 

A finales de noviembre, volvió a visitar el cuartito de Miguel. Ahora iba con menos frecuencia, desde aquel en que había conocido un placer embriagador. El tiempo estaba revuelto. El frío de los últimos días había arreciado. Las nubes se agitaban en el cielo gris. Comenzó a caer la lluvia aguda y punzante. Miguel apenas si dió los buenos días. Siempre era descortés, cuando en sus asuntos había algo que no estaba del todo bien. Caminaba inquieto ya a un lado ya otro, echando humo como chacuaco. De vez en cuando volteaba a ver a Martín como si quisiera preguntarle algo.

—¡Pinche vida de perro tengo! —refunfuñaba entre dientes.

Martín permanecía sentado. No se atrevía a preguntarle de qué asunto hablaba. Miguel acabaría hablando, al fin estallaría.

—¡Qué tiempo estamos viviendo! Nomás esto me faltaba.

Volvió a recorrer la habitación, tiró golpes al aire con una regla como si trajera un sable en las manos. Y entonces fue cuando Martín le preguntó cauteloso:

—Pero ¿qué es lo que pasa?

—Tengo exámenes dentro de ocho días y, la verdad, no tendría porqué preocuparme por eso. Si no los presento, se acabó, tendré que esperar un año más para titularme, o sea, repetiré el semestre como si fuera un preparatoriano.

Martín no dijo nada. No había tardado mucho en reconocer que ya no le quedaba más que una leve sonrisa debido a la seriedad del asunto. Ahora, los dos estaban sentados, callados, cada quien ocupado en sus pensamientos, mientras tanto afuera seguía resonando el viento cada vez más fuerte. De pronto, llamaron a la puerta, Lupita entró, con el cabello mojado y cayendo mechones sobre su rostro sonriente.

—Me veo hermosa, ¿no es cierto?

—Hola.

Lupita, al ver a Miguel, se dirigió hacia él y le dio un beso. Miguel la apartó de mala gana.

—¿No quieres que te moje, menso?

Entonces buscó a Martín.

—¡Hola, bebé!

Se quitó la chaqueta y la aventó al sofá. Todos estaban callados. En cierto modo, Martín tenía una sensación desagradable. Desde aquella vez que casi lo sacan a empujones del cuarto, había vuelto a ver un par de veces a Lupita, pero nunca había vuelto a encontrar la misma naturalidad y esa desenfadada aptitud del día en que se pusieron borrachos. Desde aquella vez en que se puso cachonda, a partir de ese día veía a Lupita de un modo inquieto cuando estaba cerca de esa mujer. Casi sentía miedo de su apasionamiento. Miguel tampoco decía nada. Estaba de mal humor, no se le iban de la cabeza sus asuntos. El silencio se prolongó desagradablemente. Ahora Lupita parecía enfadada.

—Me parece que llego en mala hora. ¡No dejé de hacer todo lo que tenía que hacer, para verlos dormir con los ojos abiertos! 

Miguel se levantó y agarró su chamarra.

—Cariño, tú siempre vienes a buena hora, ya te la sabes. Pero hoy tengo que irme.

—Así que te vas. ¿Y qué pasará conmigo? ¡No pienso salir así a la calle!

—Pues no te vayas, chiquira. Puedes quedarte aquí.

—¿Y qué voy a hacer? ¿Echarme a dormir? Mejor llévame contigo.

—No es posible, ¡qué ocurrente eres!

—Ok, entonces me quedaré aquí y te esperaré. Martín se quedará conmigo. ¿No es verdad, bebé?

Martín no supo qué responder. Estaba completamente desconcertado con ese tipo de sorpresas repentinas. Apenas si se atrevía a mirarla. Los dos se empezaron a reír.

—Obviamente —dijo Miguel, que volvía a recuperar el buen humor—. Claro que se pueden quedar aquí los dos. ¿Acaso no sabes quién es Martín? Está claro que no es un hombre. 

Entonces Miguel y Lupita se empezaron a reír. Martín supo, al fin, cuánto lo despreciaban. ¡Claro que no se reiría con ellos!, ¿por qué actuaba como menso, cómo es que no encontraba una palabra, una respuesta a sus burlas, nada, absolutamente nada? A causa de eso, un sentimiento de rabia creció en él.

—Ok, está bien —dijo Miguel—. Me voy a arriesgar a dejarlas solos. No creo que vayas a hacer una tontería.

—Para eso hacen falta dos.

—Bueno, es que, ¿sabes?, por tí sí pondría las manos al fuego.

—¿Acaso no lo decías por mí?

Y, entonces, los dos volvieron a reírse, como si aquella risa no tuviera en absoluto mala intención, sin embargo, esas risas laceraban a Martín como si le dieran latigazos. Estar lejos, a muchos kilómetros de ahí, precisamente era lo que deseaba hacer en ese momento Martín. O dormir, para no estar allí sentado, sin poder decir ni media palabra. Deseaba dejar de ser tan tímido, tan infantil, para no dejar que los demás se burlaran a sus cotillas.

Miguel se puso la chamarra.

—Bueno, pues vamos a ver cómo se portan! A las siete estaré de regreso. Bebé, ¡sé buena persona! Si haces alguna tontería lo notaré en tus ojos. Y no aburras a esta pobre mujer. ¡Adiós!

Tomó fuertemente a Lupita por las caderas, dándole un par de sonoros besos y luego se marchó. Ahora estaban solos. El viento acompañaba en un vals a la lluvia por las calles. La habitación se volvía cada vez más silenciosa, ya se podía escuchar el suspiro del reloj de péndulo de la habitación de al lado. Martín estaba allí sentado, como dormido. Sin levantar la vista, notó que ella lo miraba sonriendo. Sintió aquella mirada como un escalofrío, erizando su pelo y bajando luego hasta los pies. Sentía que le faltaba el aire. Ella estaba sentada allí, con las piernas cruzadas, como esperando que el silencio se rompiera. Se inclinó hacia adelante. Sonrió ligeramente. De repente, dijo en medio del silencio:




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