Abrió la ventana, rompió la carta y esparció los pedazos en la oscuridad. Siempre es mejor hundirse silenciosamente que pedir ayuda, total te lo referirán algún día. ¿Acaso no había aprendido que la vida aniquila todo lo que es inútil y frágil? Las tiras de papel cayeron revoloteando al patio. Era ya muy noche y no se asomaban las estrellas en el cielo y el viento se hacía cada vez más fuerte, las nubes pasaban cada vez más rápido sobre el negro manto del cielo. Martín apenas si reconocía a esa extraña ciudad. Aquel hastío somnoliento, aquella insatisfacción que no lo dejaba sentir alegría por nada. Su actividad se había reducido, casi nunca salía a las calles del barrio. Cada vez se sentía más cansado. Se sentaba en cualquier parque, que sólo era frecuentado por algunas personas mayores; iba allí para estudiar o para leer, pero no tocaba el libro y se limitaba a mirar todo a su alrededor, pues en su interior sentía nostalgia, de poder volver atrás en el tiempo y recuperar aquella placidez sin preocupaciones. Hacía mucho tiempo que había abandonado la carrera.
Se limitaba a vegetar, contemplaba las cosas y, sin embargo, no sentía ningún interés por ellas. Una vez había querido volver a la realidad y reaccionar, y había ido al hospital nuevo; y cuando llegó allí, al amplio patio con árboles llenos de retoños que se mecían en su quietud, como si no supieran nada de los terribles destinos que se cumplían a su alrededor. Se sentó en uno de las bancas para olvidarse de todo, para observar que los enfermos salían con sus largas batas azules, con paso vacilante de quien empieza a recuperarse, sin sonreír ni hablar, entregándose por completo al sentimiento ocioso que despierta la vida. Había olvidado lo que venía a hacer en aquel lugar, sólo sentía que por allí pasaban las horas lentas. Cuando salieron los doctores a dar indicaciones a los parientes de los enfermos, Martín se sobresaltó debido al trato que se les daba. ¿Acaso no estaba allí sentado como ellos uno más enfermo y más cerca de la muerte que todos ellos? Había noches en que en su interior ardía con una luz perversa.
Poco a poco se iba abandonando, andaba con mujeres a las que despreciaba por tenerlas que comprar, algunas noches las pasaba sentado en el café, pero todo aquello sucedía sin desearlo ni apetecerle, llevado sólo por un vago temor a una irremediable soledad. Desde que no hablaba con nadie, sus labios se contraían con una expresión muy parca, hasta él mismo retrocedía cuando veía su imagen reflejada en el espejo. Volvió a intentar reaccionar un par de veces, pero siempre fracasaba, como aplastado por todo el peso que la soledad había acumulado sobre él, y volvía a su letargo iluso y sin objeto. Una noche que volvió tarde a casa, con su profundo desaliento que ya lo caracterizaba, se dio cuenta de que había perdido la llave de la entrada a la finca. Llamó a la casera, aun con el riesgo de que ella no le abriera, sino Miguel. Pero se acercaron unos pasos apresurados, que avanzaban arrastrando los pies: su casera abrió la puerta y levantó la lámpara para ver al que entraba. Cuando la luz cayó sobre el rostro casi desconocido de aquella mujer, Martín vio que sus párpados estaban rojos y trasnochados, y que en su boca había una mueca de aflicción. Y pensó asustado qué habría pasado para que esta mujer estuviera deambulando a las dos de la mañana.
—¿Qué le pasa señora? Le preguntó preocupado.
—Pero ¿es que no sabe señor doctor que mi hija, tiene un cuadro severo de hepatitis? ¡Y está mal, muy mal! —empezó a llorar de nuevo en voz baja.
Martín se estremeció. No sabía nada. Ni sabía que la señora tuviera una hija. Un par de veces, cuando regresaba de la calle, en el oscuro corredor, en la penumbra había visto la silueta de una niña delgada, una muchacha de doce, trece años, pero nunca había hablado con ella, ni siquiera se había parado a mirarla, porque pensaba que era un fantasma. Repentinamente sintió un enorme pesar en su corazón, porque hacía meses que vivía con personas a las que nunca había visto, a pesar de vivir en la misma casa, únicamente separados sólo por una pared. ¿Cómo es que vivía tan tranquilo, durmiendo como un oso, mientras a su lado una niña se debatía entre la vida y la muerte?
Intentó consolar a la mujer que lloraba.
—Todo saldrá bien..., tranquilícese…, tal vez pueda hacer algo por su hija. No es que sepa mucho todavía..., voy empezando la carrera, pero de todos modos...
De golpe despertó en él el deseo de seguir con su carrera, en esos momentos le serviría ir a su cuarto, abrir los libros y empezar de nuevo a estudiar, pero la mujer lo jaló repentinamente, hasta la enferma. Era una estrecha habitación del patio, con un ambiente cargado y oscuro. La niña conocía el sol más por los pálidos reflejos que de vez en cuando le devolvían las ventanas. Sin duda, ahora no se veía lo miserable que era el cuarto, porque todo se desvanecía en la turbia luz crepuscular; sólo en el rincón donde estaba la cama, una pequeña luz amarilla esparcía un débil resplandor. La muchacha yacía en un sueño intranquilo. Sus mejillas estaban rojas por la fiebre, uno de sus delgados brazos colgaba como olvidado por un lado de la cama, los labios estaban contraídos, y nada en su hermoso rostro delataba a primera vista la enfermedad, sólo la respiración, que resonaba con más fuerza y que de vez en cuando se hacía penosa. La mujer contó en voz baja, interrumpida una y otra vez por el llanto:
—Hoy volvió a venir el doctor, la miró, pero no me dijo nada nuevo. Ésta es la tercera noche que paso aquí en vela, durante el día trabajo en la tienda. A la niña se la encargo a la vecina y se queda aquí durante el día, pero ya son tres noches las que llevo así y no mejora.