Mi Pequeña Sahara

Capítulo 1

Samantha Davis

 27/Sep

Caminaba por las estrechas calles del centro de la ciudad, sintiendo un ligero sofoco a causa del gentío y el bullicio que predominaba siempre en aquella ruta. Mantenía las manos dentro de los bolsillos de mi vieja sudadera, y observaba de manera distraída a las personas que pasaban a mi alrededor. Eran casi las dos de la tarde y todavía no probaba el primer bocado del día, me sentía realmente agotada de tanto caminar y todo lo que quería era acostarme a dormir en ese preciso momento.

Tenía el ceño fruncido, al igual que mis labios, mientras refunfuñaba por el hecho de que, a pesar de haber madrugado ese día, no había conseguido dinero para poder comprar algo de comer. “Al que madruga Dios le ayuda”, decía siempre la señora George, quien de vez en cuando me pagaba por algunos recados, pero bien, ese día al parecer eso no aplicaba, ya que no me ayudó, y no tenía más opción que resignarme a ello.

—Samantha, querida —me saludó aquella mujer, contenta, mientras agitaba la mano. —. Esperaba a que llegaras. Tienes que ayudarme con unas cuantas cajas.

Ni siquiera había terminado de cruzar el umbral de la puerta cuando ella me habló, en ese momento solté un suspiro de alivio, al mismo tiempo en que una pequeña sonrisa se formaba en mis labios. Observé el techo del local y pensé. “Después de todo, si me ayudaste”.

—¿Dónde están las cajas? —cuestioné, mientras sacaba las manos de mis bolsillos.

—Están en la puerta de atrás. No son muchas, así que no creas que te pagaré tanto. —me advirtió, con un tono de voz un tanto triste.

—Con un par de donas me conformo. —sonreí, mientras me dirigía hacia la puerta trasera.

La señora George era una mujer de nacionalidad mexicana que tenía una pequeña repostería ubicada en el centro, la mayoría de los días tenía algo de suerte y se llenaba, pero en ocasiones, al igual que yo, no hacía ni un centavo. A pesar de ello, ella nunca dejaba de sonreír, siempre era amable y muy cortés.

De no ser porque de vez en cuando me llegaba con soluciones como esa, seguramente habría muerto de hambre desde hacía mucho tiempo.

—Cajas empacadas. —anuncié, mientras volvía sacudiendo mis manos en la sudadera.

—Te lo agradezco mucho, linda. Ahora te doy tus donas.

Como la buena y amable mujer que era, me entregó mucho más de lo que esperaba; un paquete de seis donas de diferentes sabores, al igual que una malteada con sabor a fresa. Se lo agradecí infinitamente, mientras me sentaba en una mesa cercana al mostrador para desde ahí platicarle de mi día.

—Entonces, ¿nada aún?

—No, al parecer nadie está contratando trabajadores domésticos en estos momentos. —le comenté.

—Es una pena, niña. Cómo desearía poder contratar un poco de ayuda para este lugar, y así poder apoyarte.

—Descuide —esbocé una pequeña sonrisa, mientras hacía un ademán con la mano. —. Hasta ahora, usted es la única persona que me ha ayudado. Eso no tiene precio.

La verdad, ella era lo más cercano que tenía a una familia. Nunca conocí a mis padres, y cuando cumplí dieciocho años, recibí la noticia de que no podía continuar viviendo en la que fue la quinta casa de acogida en la viví a lo largo de mi vida. Fue un golpe duro, a pesar de que la vida ahí no era color de rosa, pues al menos tenía un techo sobre mi cabeza.

Ahora no tenía ni eso, mi única posesión era un viejo auto que por lo menos me protegía del frío que tendría al dormir en la intemperie. Alguna vez tuve un sueño; quería terminar la universidad, conseguir un empleo fijo y un apartamento con vista a la ciudad. Pero, esos sueños se fueron opacando con el pasar de los años, y en ese momento, en el que me encontraba en aquella repostería, comiendo unas cuantas donas para saciar mi hambre, lo supe, jamás lograría cumplirlo.

—¿Dónde está Callie? —le pregunté, viendo a mi alrededor.

Calliope era la hija menor de la señora George, tenía mi misma edad así que nos llevábamos muy bien. Y más por el hecho de que, a pesar de casi no tener mucho tiempo libre entre la universidad y ayudar a su madre, siempre se las arreglaba para divertirse.

—Seguramente debe estar divagando en alguna esquina —respondió, haciendo una leve mueca. —. Ya la conoces.

Asentí con la cabeza, ¡sí que la conocía!, durante las vacaciones era quien me invitaba a salir de fiesta. Y esa chica estaba más loca que una cabra. Pero era comprensible, ella no perdía el sueño preguntándose si llegaría a tener algo para comer al día siguiente, creo que por eso me agradaba tanto, era una persona tan libre y despreocupada, nada le robaba el sueño, ni aun cuando su madre cerraba el negocio sin haber vendido una sola torta.

—¡Mira el cielo! —le oí decir, y rápidamente giré el rostro hacia el ventanal.

¡Dios! parecía que se acercaba una tormenta, que se veía a leguas con unas nubes negras en un cielo gris.

No era sorpresa dado que el día en sí se encontraba muy frío, y se podía llegar a temperaturas muy bajas por estar en el mes de septiembre, pero aun así no estaba preparada, no había conseguido suficientes mantas para las ventanas del auto.

—Tendré que cerrar más temprano para ir a buscar a mis nietos. —dijo en un suspiro agotado.

Los hijos mayores de la señora George se habían marchado hacía un tiempo hacia el extranjero, dejándole a su cuidado a tres niños con edades que variaban desde los seis, hasta los diez años.

—Sí, yo también debo irme —me puse de pie. —. Gracias por las donas. —le dije, despidiéndome de ella.

Bebí lo que restaba de mi malteada, guardé el resto de las donas en la caja, y me dispuse a salir del local prometiéndole a la mujer verla al día siguiente. Resoplé una vez que crucé el umbral de la puerta y un viento frio azotó mi rostro, entumeciendo mis mejillas.




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