Treinta centímetros de vertigo.

El amor adolescente suele ser fugaz, torpe, fácil de olvidar. Dicen que empieza en los pasillos del colegio, en miradas cruzadas con desconocidos, en mensajes que se borran con el tiempo. Pero lo mío no fue así.

Lo mío fue un vértigo silencioso.

Tenía trece años. Él, dieciséis. No era un extraño: era el mejor amigo de mi hermano. Su sombra, su cómplice, su lugar seguro. Y yo… yo era solo la hermana menor. La que no debía mirar. La que no debía sentir.

Pero lo sentí.

Lo sentí en su perfume a madera y whisky, en su voz áspera, en la forma en que se acostó a mi lado sin saber que estaba rompiéndome por dentro. Lo sentí en cada gesto que no era para mí, en cada silencio que me dejaba suspendida entre la infancia y algo que no sabía nombrar.

Dicen que el amor necesita reciprocidad. Yo apre