Epílogo

Los siglos pasaron, y el fuego del palacio quedó reducido a ruinas cubiertas de ceniza y olvido.
Pero en el Reino de los Demonios, un nuevo amanecer trajo consigo el nombre más temido de todos:
Makuro, el Rey sin Alma.

Ya no quedaba rastro del joven que alguna vez sonrió bajo la luz de los candelabros de cristal.
Makuro había cambiado.
Su mirada, antes cálida, se volvió fría como el acero, y su corazón… muerto desde aquella noche.

Gobernaba con fuerza y silencio, su voz bastaba para detener guerras, y su presencia era suficiente para hacer temblar a los enemigos.
Nadie se atrevía a mencionar el nombre de la princesa de los ángeles frente a él.
Era un pecado… uno que pagaban con sangre.

Pero en medio de su oscuridad, Makuro cometió un acto inesperado: se caso con ATSURA
Una mujer noble de tierras lejanas, de quien poco se sabe.
Se decía que era hermosa, con la misma luz en los ojos que una vez tuvo la princesa Aimi.

Sin embargo, la tragedia volvió a alcanzarlo.
La reina murió al dar a luz a una niña.
Una niña a la que Makuro, con voz quebrada, decidió llamar Aimi, como el recuerdo que jamás pudo borrar.

“Tu nombre será el de quien me enseñó a sentir…
aunque tu existencia me recuerde lo que perdí.”

Makuro crió a su hija solo, pero no como rey, sino como sombra.
Jamás sonrió, jamás volvió a amar.
El Reino de los Demonios floreció en poder, pero se hundió en tristeza, reflejo del alma vacía de su monarca.

Se decía que en las noches más frías, el rey se sentaba frente a una gran estatua petrificada que mantenía en su jardín, esculpida con precisión casi divina:
una figura femenina, con la misma expresión dulce de la princesa Aimi.

Y allí, frente a esa piedra sin vida, Makuro hablaba como si el tiempo no hubiera pasado.

“Todo esto que soy…
todo lo que destruí…
fue por amor a ti.”