Lunes 23 de mayo, 2040.
En el orfanato católico, la mayoría de niños crecían en otro tipo de ambiente y desarrollaban una mentalidad completamente distinta a la esperada. En dicho lugar, nos enseñaban a construir una imagen frente a terceros, siendo recompensados con el amor proporcionado por las hermanas. Para ellas, la perfección era un requerimiento para ser felices y aunque yo era rebelde, no pude evitar caer ante sus creencias.
Me consideré una especie de juez, porque me obsesioné con encaminar la vida de mis hermanos para que nunca se desviaran de lo legal. Confiaba en la educación de mis padres, pero esos niños eran propensos a causar problemas que perjudiquen a la familia. Esa era mi percepción, así que no me sentí equivocado hasta que tropecé con el primer incidente de Santiago. Pese a que no era justo para nadie, prioricé el bienestar de mi hermano y limpié su desastre junto a mis familiares. Desde ese incidente, lo vigilé y monitorié con mayor frecuencia, creí que mi situación sentimental sería una buena oportunidad para mantenerlo en casa, sin embargo, nunca un fin de semana se sintió tan espeluznante como el anterior.
Santiago había decidido quedarse tres días conmigo, vagando como era su rutina, no obstante, yo experimenté una sensación de intranquilidad extrema. Me ponía los nervios de punta intercambiar palabra o mirada con mi hermano, porque me convencí de que él ya sabía de mi pecado y no lo mencionaba para torturarme.
Por primera vez en mi vida, maldije cuando llegó el lunes.
—¿Por qué tan pensativo, Alonso? ¿Te resultó difícil prestar atención a la exposición? —resonó la voz de Alejandro Clayton. Tan pronto como reconocí su entonación, sacudí la cabeza y recobré la razón, siendo el receptor de varias miradas. —Felicidades al equipo, con esto finalizamos el reporte de esta semana. Gracias. —despidió al departamento, sin apartar sus iris marrones sobre mí.
Comencé a sudar, temblando por dentro. Mi estado ansioso no se debía a él, sino al resto de acompañantes. Aunque papá pudiera lucir molesto con el ceño fruncido o que sus palabras sonaran a regaño, era muy consciente de que no era así, más bien, estaba preocupado por los chismes de mi entorno familiar.
—¿Por qué tanta presión? El resultado igual beneficiará a la empresa. —resaltó varonil, la persona por quien más sentía vergüenza: Ethan Salvatore. Tuve que ser valiente y no encogerme ante la sonrisa del pelinegro y la actitud de Renata. —¿No piensas lo mismo, Lyn? —se dirigió a mi hermana.
La castaña colocó su mejor sonrisa, abrazando a papá.
—Tienes toda la razón, tío. —respondió con dulzura, lanzándome una mirada de competencia y pronto, me tiró un beso. —Tengo más pendientes, así que me retiraré. —anunció brillante, capturando a su asistente antes de que nuestro padre la retuviera.
—Es claramente tu hija, rebosa de la misma picardía. —se burló Ethan, amargando al castaño quien tomó como insulto el comentario. —¿Y tú? Hablemos claro, ¿qué sucede, muchacho? —regresó al punto inicial. Después de mucho, su tono significó el terror absoluto para mí.
¿Cómo podía dirigirle la palabra cuando le falté al respeto a su hija?
—Estoy nervioso, porque la junta directiva será dentro de unos días. —mentí indiferente, camuflando mis emociones internas para no delatarme. Me esforcé por no cruzarme con Renata, siendo inevitable cuando nuestros ojos chocaron. —¿Discutiremos algo más? Tengo un horario. —declaré impaciente y me puse de pie.
Alejandro negó, haciendo un ademán.
—Me quedaré conversando con tu tío. Los jóvenes viven apurados. —se quejó aburrido. Tomé la oportunidad que se me presentó y aproveché para retirarme antes de asfixiarme ahí. Ya tendría tiempo de disculparme con el equipo expositor y poner en orden mi cerebro. —Alonso. —me llamó. Volteé. —Cuídate y llama si necesitas algo. Te amo. —aconsejó amorosamente y le puso mala cara a Ethan cuando este fingió una arcada por la expresión de cariño.
Asentí con una máscara de amabilidad.
—Lo haré. —comenté antes de acelerar. Me retiré de ahí, avanzando a paso rápido para que Renata no me alcanzara, puesto que la había ignorado abiertamente y eso no pasó desapercibido para nuestros padres.
Quizás creían que habíamos peleado, sin imaginar que se trataba de algo más grande.
Mis pulmones se contrajeron y mi cuerpo entero se puso rígido al sentir un peso sobre mis hombros. Contuve la respiración, observando a ambos lados en caso alguien pudiera vernos. Mi estómago hormigueó cuando me susurró:
—¿Por qué pareces un cobarde huyendo? —apuntó deshinibida, fijando sus iris azules sobre los míos. La fuerza de su mirada me hizo tragar duro. —Tu rostro lo dice absolutamente todo, Alonso. ¿No se suponía que nuestra amistad continuaría o te sientes incómodo por lo que pasó? —desenterró el asunto.
Humedecí mi labio y endurecí mis facciones, experimentando una sensación de alivio. Pasé de estar ansioso a calmado y cómodo. Es decir, aquel peso en mi estómago desapareció y me relajé, de lo contrario, me moriría del estrés.
—¿Por qué hablas de eso aquí? Estamos en la empresa, no son temas que debamos tocar de la nada. —la reprendí como su mayor, sosteniendo esa mirada penetrante. Renata hizo un puchero y mantuvo su brazo sobre mis hombros. —Además, ¿por qué me sentiría incómodo? Nada ha cambiado, seguimos siendo amigos y tratándonos por igual. —articulé digno, alzando el mentón.