El Deber de un Hombre

05. Hombres guapos

Mi entorno familiar siempre elogió a mi madre por potenciar los talentos de sus hijos, aumentando el estándar con cada logro que conseguiamos. Sin embargo, eso no significaba que fuéramos perfectos. Para hacerla sentir mucho más orgullosa a modo de compensación, decidí apegarme al papel y recordar las bases del orfanato. 

Por esa razón, asumí el rol de hermano mayor, exigiéndoles más a mis hermanos y siguiéndolos si era necesario para cuidarlos. El mayor desafío fue Santiago, seguido de Eadlyn, aquel dúo que me sacaba de quicio. Me descuidé un momento y empezaron a beber como si eso fuera esencial para divertirse. 

Mientras me ocupaba de ellos, dejé de prestarle atención a la persona más importante en mi vida. Cada minuto en que la perdí de vista, experimenté una sensación de intranquilidad, porque no estaba en mi zona de confort y todas las cosas que me incomodaban se concentraron en un solo sitio. 

—¿Has visto a Renata? —pregunté a Edmundo, sosteniendo a mis hermanos noqueados. El pequeño asistente de Eadlyn asintió con la cabeza. —¿Dónde? —profundicé, teniendo que gritar por el volumen de la música, entonces él señaló la dirección y como si se tratara de un reflejo, la ubiqué en medio de la multitud. 

Mi mirada se clavó en su figura acompañada, percibiendo esa misma sensación desagradable que siempre. Nunca me gustó el estilo de vida nocturna de Renata e incluso me disgustaba que socializara tan rápido con hombres como lo hacía ahora. A continuación, observé cómo el bastardo le robó un montón de risas mientras bailaban. Algo resurgió, trayendo consigo la cólera y rabia. 

¿Por qué era tan inconsciente? ¿Y si le sucedía algo por culpa de ese extraño?

Me cabreé. 

Quise atribuirle ese sentimiento a nuestra hermandad, porque todo sucedió tan rápido que de un instante a otro, ya estaba conduciendo de camino al departamento de Eadlyn. No dejé que la pelinegra se fuera sola, la metí al auto junto a mis hermanos y Edmundo, y emprendí la marcha sin decir absolutamente nada. 

Ella no paró de hacer pucheros, luciendo molesta mientras que yo me sentí más sensible que de costumbre. Durante la mitad del trayecto, apreté el timón a más no poder, reviviendo su escena y un rojo intenso tiñó mi rostro hasta las orejas, entonces no me contuve. ¿Por qué debería hacerlo?  

—¿Por qué siempre bajas la guardia cuando alguien te sonríe bonito? —reclamé sin aguantar más. La sangre me hervía y contrario a sentirme gustoso por no estar más en esa discoteca, seguía enojado. —Si tu padre se enterara de que te dejas llevar por cualquier extraño, entonces…—sermoneé recto, siendo interrumpido de forma abrupta. 

Mis hermanos y Edmundo se encontraban dormidos en la parte trasera, así que no escucharían nuestra conversación, especialmente porque su sueño era demasiado pesado.  

—¡Él sabe muy bien cómo soy y confía en mí! ¡Mi papá nunca me ha sacado de ningún lugar cómo tú lo hiciste! —gritó enardecida, manifestando su indignación. Rechiné los dientes. 

Por unos minutos, nadie dijo nada, puesto que no era propio de Renata perder los estribos. Suspiró al mismo tiempo que yo me tragué mi frustración. ¿Qué la impulsaba a no ser racional? ¿Acaso ese tipo la motivó a actuar así? ¿Qué le dijo ese bastardo? 

Chasqueé la lengua. 

—Yo también sé cómo eres. —di la contraria. Ella gruñó. —Por eso, intento cuidarte. Soy el mayor y me agobia que pudiera sucederle algo a alguien de mi familia. ¿Por qué no puedes comprender mi actuar? —argumenté en un hilo de voz. 

Ella soltó una carcajada burlona antes de cruzarse de brazos y escupir ardida: 

—Te preocupas tanto por mí que me instruiste en la cama, tomando mi primera vez. —me sacó en cara, a sabiendas de cuánto me afectaba ese suceso. Que me dijera eso, avivó la llama de mi furia. 

Rápidamente, frené en seco, provocando que mis pasajeros se sacudieran, pero no al grado de lastimarse. Asimismo, retomé la conducción del vehículo hasta que lo estacioné a un lado del camino. Me desabroché el cinturón de seguridad y le ordené: 

—Bájate ahora mismo. —sentencié sin miramientos. No me interesó la mueca que puso, tampoco que se molestara más conmigo. No había ocasión en que no cuidara mis cosas, pero en esa situación, mi mente se nubló y tiré la puerta al bajar. 

—¿Qué? —replicó orgullosa. Su actitud altiva me enloqueció.

—¡Dimos nuestra palabra de olvidar ese error! ¿Por qué tienes que mencionarlo? —exclamé con las manos hacia arriba. Del otro extremo del auto, Renata no se inmutó ante mis palabras. —¡No hay nada que pueda hacer para arreglar ese incidente! ¡Fue mi culpa, yo tengo la responsabilidad de todo, así que no me tortures más! —pedí desesperado. Esa noche sería una mancha en mi vida hasta fallecer. 

La pelinegra rodeó el auto hasta plantarse enfrente mío. 

—¿Por qué piensas que te torturo? ¿Eh? La responsabilidad no es tuya, es de ambos. —explicó con los hombros encogidos. Negué, jalando mi cabello. —La razón de mi enojo es simple. —frunció las cejas, posando su mirada penetrante sobre mí. Un escalofrío recorrió mi esqueleto tal cual viento cuando vi cómo se tornó sus iris. —¡No quiero ni necesito que me cuides! Al menos si vas a hacerlo como ahora, no quiero. ¡Debo seguir con mi vida, conocer gente y socializar! ¡Eres un lunático que siempre está a la defensiva! —alzó la voz con las manos en su cadera.




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