El deseo de Emma

7 | Tu eres mi cura

Paige pestañeó una vez y suspiró. Estaba sentada frente al enorme ventanal del pent-house de Domenic. Tenía las piernas pegadas al pecho y el mentón reposando en sus rodillas. Miraba como las luces brillaban en la distancia, y como la nieve intentaba ocultar el calor de la vida a la distancia. Dentro del apartamento estaba calientita con sus medias y la chimenea encendida, y su corazón latió contra sus piernas una vez más.

Domenic estaba dormido. Eran pasadas las tres de la madrugada cuando dejó la cama para estar en la soledad de la sala. Necesitaba pensar tantas cosas. Necesitaba pensar en lo que sucedía ese día por la tarde. Su hermana era una bomba de tiempo. Era una granada sin perno, y a su madre parecía no importarle lo que sucediera con ella. La vendió como acostumbraba hacer con su familia, y Paige no sabía si podía hacer algo al respecto. Se sentía atada de manos. Quería poder ayudar a su hermana a salir de ese agujero, pero su madre eran las raíces que la mantenían pegada al suelo. Mientras Britt no la soltara, Clementine siempre sería suya.

Paige abrazó sus piernas y pensó en que así debía sentirse perder a la persona que se amaba. Así debía sentirse traicionarnos a nosotros mismos para cumplir con lo que dictaba la sociedad y la familia perfecta. Así debía sentirse ser una moneda de cambio. Así debía sentirse la desolación, el corazón roto, el alma herida.

Clementine era un objeto de su madre, y a Paige le dolía ver como su familia se destrozaba un poco más con cada día que pasaba.

Domenic estiró su brazo en la cama y tocó la cama helada. Entrecerró los ojos y encontró soledad. Paige no estaba. Levantó la cabeza para escanear la habitación e incluso miró hacia el baño. Todo estaba a oscuras. Tiró el cobertor a un lado y metió los pies en las pantuflas calientitas. Estaba helado. Estiró su suéter y salió de la habitación. Caminó por los pasillos y se asomó en la cocina. Solía escabullirse para comer, pero no lo estaba. Siguió detrás del librero y los cuadros, hasta verla sentada frente al ventanal, hecha un ovillo.

Domenic tiró del cobertor que estaba en los sofás y se acercó por detrás. Cubrió su cuerpo con la manta y Paige miró arriba, a los ojos tenues de Domenic. Él le besó la frente. Estaba helada.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó—. Esta helado.

Ella sintió de inmediato el calor del cobertor.

—Gracias.

Domenic rodeó su cuerpo y se agachó para quedar a la altura de sus ojos. Paige se apretó más las piernas al pecho y Domenic le quitó el cabello de las mejillas. No era normal que estuviera sola ahí afuera, cuando debía estar acurrucada en la cama caliente con él, pero desde que llegó esa noche al pent-house, actuaba extraño.

—Te noto pensativa —comentó él—. ¿Sucede algo?

Paige prefería no tocar esos temas. Nunca habló de su familia con el hombre que salía, pero Domenic no solo conoció a su loca familia, sino que sabía que estaba atravesando por un mal momento. Él mismo la llevó al hospital cuando su hermana atentó contra su vida. Mentirle que no sucedía, era algo que él no creería.

—Es mi hermana. Ya te conté lo que sucede con ella.

Domenic suspiró.

—¿Y qué sucede contigo?

—Estoy preocupada por ella —contestó—. No sé si debería estarlo porque a ella no le importa, pero me preocupa lo que pueda hacer. Estará de nuevo bajo el dominio de mamá y se perderá.

Domenic entendía lo que era tener una familia disfuncional. La suya era adinerada, pero tan quebrada como una vieja estatua.

—¿Y por qué no la traes contigo?

—No quiere.

—Oblígala.

—No estamos en ese punto aún. Tendré que verlo y cuidarla desde lejos —susurró Paige—. No puedo hacer nada más.

A Domenic le molestaba el no poder hacer más. Le molestaba el que Paige sufriera por su familia y él no poder ayudar. Paige era la luz de sus ojos, y no le gustaba verla triste. Paige era el alma de la fiesta, fue la que encaminó su vida, le dio luz y risas, y verla así, abatida y adolorida por su familia, movía a Domenic de lugar.

—¿Chocolate caliente? —le preguntó.

Paige arrugó el entrecejo.

—¿Por qué?

—Dicen que el chocolate es bueno para curar un corazón roto.

Paige, aunque estaba rota por dentro, le sonrió con amor.

—Tu eres mi cura, Domenic Venghaus —susurró al estirar sus dedos helados para tocar sus mejillas—. No necesito nada más.

Su toque estaba helado, pero le encantaba sentirla, e inclinándose adelante, sus labios chocaron en un beso suave y lleno de significado. Paige pasó su mano por su cabello y tiró de los mechones. Comenzaba a dejarse crecer mucho el cabello, y a ella le gustaba. Podía sostenerse de él, podía tirar de él, podía jugar con él.

—¿Qué puedo hacer con el asunto de tu hermana?

Paige agitó la cabeza y rozó su nariz con la suya.

—Nada. Supongo que todo tomará su camino a su momento.

Paige confiaba en el destino. Confiaba en que todo siempre tenía su manera de arreglarse. La vida encontraba su curso, igual que un río, y Clementine entendería que su madre no era la mejor opción, quizás ella tampoco, pero si alguna de las dos la querían, no era Britt. Ella solo quería dinero, dinero y más dinero.




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