El precio del barro

Capítulo 2. "Todo lo que callamos"

Les Corts, Barcelona. Oficina de Novaterra Systems
25 de octubre, 11:28 h

Miquel cerró la puerta de su despacho con un impulso que no era habitual en él. Su rostro, normalmente contenido, estaba tenso. El mensaje sobre Ferran le revolvía las entrañas como una tormenta sin mapa. Encendió el portátil, revisó por quinta vez el último informe que había enviado, y no encontró nada nuevo, excepto esa rabia que empezaba a fermentar: nadie le había contestado. Ni una línea. Ni un acuse de recibo. Silencio.

Tocó a la puerta Marc Vidal, su superior directo. Entró sin esperar respuesta.

—Bon dia, Miquel. ¿Tienes un minuto?

Miquel asintió con la cabeza, sin levantarse.

—He leído tu informe sobre el sistema hidráulico en l’horta . Muy detallado, como siempre, pero... —Marc se detuvo y dejó los papeles sobre la mesa—, me han pedido que lo suavices.

—¿Suavizarlo?

—Ya sabes cómo funciona esto. Las palabras pesan. Si dices “riesgo de colapso estructural” en vez de “inestabilidad localizada”, alguien en la Conselleria puede levantar el teléfono. Estamos en semanas sensibles.

—¿Semanas sensibles? ¿Con medio litoral valenciano en alerta roja?

Marc suspiró. Se apoyó en el respaldo como quien va a soltar una frase que ya ha usado muchas veces.

—Miquel, tú y yo sabemos que lo importante no es solo lo que está en juego, sino cómo lo dices. No hay margen para alarmas públicas. Ya hay equipos revisando, y el gabinete del president está encima.

Miquel se incorporó. Su tono no fue agresivo, pero sí firme.

—¿Y Ferran? ¿También se cayó solo al barranco mientras revisaba sensores?

Marc lo miró fijamente, sorprendido.

—¿Qué dices?

—Acaban de encontrarlo muerto. Alzira. Y estoy seguro de que no fue un accidente.

Marc bajó la mirada. Después murmuró:

—Tú sabes más que nadie que hay cosas que es mejor no remover, Miquel. Sobre todo ahora.

—Justamente por eso hay que removerlas —respondió él, y el silencio posterior fue definitivo.

Marc se levantó.

—No quiero tener que explicarlo a dirección. Haz lo que creas, pero no arrastres a la empresa contigo.

Cuando la puerta se cerró, Miquel sintió que acababa de empezar a cavar su propia tumba.

Les Corts, piso de Miquel
15:47 h

Había llamado a su hermano, Pau, sin pensarlo demasiado. La muerte de Ferran lo había agitado todo. Y algo, una sospecha mínima pero terca, le decía que Pau —ingeniero civil y colaborador de una consultora técnica que trabajaba para la Generalitat— podía estar más implicado de lo que parecía. Pau no era de los que llamaban cada dia. Por los cumpleaños -y no todos- y en ocasiones muy señaladas. Pero desde la separación con Lucia aún lo notaba más distante.

—¿Qué quieres? Estoy liado —dijo Pau, con su tono habitual de prisa y desdén.

—¿Sabías que Ferran está muerto?

Silencio al otro lado.

—Lo vi en prensa. Un accidente. ¿Y?

—¿Estás trabajando con alguno de los nuevos contratos de prevención? ¿Los que gestionan desde Infraestructuras Hídricas?

—Miquel... no empieces con tus cruzadas. Trabajo para una empresa externa. Si alguien firma, son ellos.

—¿Y si te digo que alguien está manipulando datos? ¿Falseando sensores? ¿Y que Ferran lo sabía?

—Entonces haz un informe. Tú eres el auditor, ¿no?

—Pau... dime la verdad. ¿Has firmado algo que no deberías?

Silencio largo. Demasiado largo.

—Mira, no voy a hablar por teléfono de estas cosas. Ni tú deberías.

Y colgó.

Miquel se quedó mirando la pantalla del móvil. Apretó los dientes. La voz de su hermano no era la de alguien limpio. Era la de alguien que sabe más de lo que dice… y menos de lo que debería.

Tras colgar con Pau, Miquel se quedó inmóvil frente al ventanal. Afuera, el cielo era una sábana gris de nubes bajas que prometía lluvia como desde esa mañana. Abajo, una mujer ya entrada en años regaba las plantas del balcón como si no esperara que el cielo hiciera su parte. Le envidió esa rutina, esa fe tranquila en que todo sigue igual.

Pero dentro de su cabeza, el silencio del teléfono era como un eco. La voz de Pau, evasiva y seca, no era nueva. En casa, desde pequeños, aprendieron a moverse entre la contradicción. Su padre, maestro represaliado durante los años duros, les había enseñado a ser íntegros en un país que a menudo premiaba lo contrario. Su madre, enfermera de vocación, les curaba las rodillas peladas y también las decepciones cuando llegaban adultos.

Miquel recordaba las sobremesas largas de verano en Torrent, cuando el abuelo hablaba de la riada del 57 como si aún pudiera oler el barro. En su familia, el agua siempre había sido memoria, una advertencia, no solo un recurso.

Tal vez por eso eligió ser ingeniero de sistemas y luego dedicarse a la ingeniería hidráulica. Quería prevenir, proteger, anticipar. Pero también —aunque entonces no lo dijera en voz alta— quería encontrar su lugar en un sistema que parecía necesitar más personas que construyeran que las que solo firmaban. Y ahí apareció Lucía.

Lucía Martín. Arquitecta, enérgica, imprevisible, brillante. Se conocieron en un congreso sobre urbanismo resiliente en el Parc Tecnològic de Paterna. Ella hablaba de ciudades permeables como quien recita poesía. Él hablaba de canales de drenaje y escorrentía. Se rieron. Luego discutieron. Luego se besaron.
Fueron siete años de compartir planos, libros y silencios. Y también decepciones.

Lo suyo no murió de golpe, sino de desgaste. De tanto ver pasar informes que nadie leía, de tanta ética sin eco. Lucía fue a Lisboa con una beca, y él se quedó en Barcelona al recibir la oferta de Novaterra. Cuando quiso ir tras ella, ya no tenía pasaje.

Se preguntó si ella sabría algo de Ferran. Si había visto la noticia en las redes sociales. Si recordaba aún su número. Y justo entonces, como si el pensamiento la llamara, sonó el móvil avisando de un audio de whasapp.




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