El precio del barro

Capítulo 4. "las zonas grises"

València. Bar-librería El Trapezi, junto al Mercat Central
26 de octubre, 14:27 h

El Trapezi no era un bar cualquiera. Era un refugio discreto en el centro de València, un lugar donde las conversaciones no se interrumpían por notificaciones ni las miradas se perdían en pantallas. Tenía la calma de los locales con alma: estanterías desiguales llenas de libros leídos mil veces, revistas de pensamiento crítico, mapas antiguos y botellas de vidrio oscuro con plantas colgantes. Olía a café natural, a papel envejecido y a madera sin barnizar.

La barra, larga y algo combada, estaba salpicada de objetos sin lógica aparente: una radio de válvulas, una postal de la Cuba de los años 60, una caja de tiza y un retrato en blanco y negro de la Pasionaria. Detrás, una camarera con trenzas y movía las tazas como si supiera exactamente en qué momento alguien necesitaba una pausa. Y sobre la puerta, un cartel torcido advertía sin ironía:

“No se fía. Ni se olvida.”

Miquel empujó la puerta con cierta timidez, como si sintiera que estaba entrando en un lugar donde todo tenía más peso del que aparentaba. El hilo de jazz que flotaba en el aire parecía haber estado sonando desde hacía años, como si el local no tuviera días sino estados de ánimo.

La vio enseguida.

Sentada junto a la ventana, en una mesa de mármol antiguo, Clara Roig no necesitaba hacer nada para destacar. No era su ropa —camisa de lino verde oliva con las mangas arremangadas, vaqueros viejos y Converse gastadas—. Era su forma de estar. Su espalda recta, su pelo corto teñido de rojo envejecido, su mirada clara y directa, y esa expresión de mujer que ha leído demasiado, ha dormido poco, y ya no necesita pedir permiso para nada.

Miquel se acercó. Ella lo miró sin levantarse, con una ceja apenas arqueada, y dijo:

—Seu. I no farem perdre el temps.

La camarera apareció sin que nadie la llamara, dejando dos cafés sobre la mesa. Miquel la observó alejarse. Clara ya tenía el suyo medio frío.

—¿Quién más sabe que estás aquí? —preguntó ella, sin rodeos.

—Mi madre. Y Lucía.

—¿Lucía?

—Una historia vieja —respondió él, bajando la mirada. Pero al levantarla, los ojos de Clara seguían allí, sosteniéndolo. No con celos. Con curiosidad.

—Siempre hay una Lucía —dijo ella, como si hablara de algo inevitable.

Miquel notó que el ambiente no era solo tenso. Había algo más. Como electricidad contenida.

Clara abrió el portátil y lo giró hacia él. Un Excel en fondo gris mostraba coordenadas, fechas, nombres de pueblos: Benifalgó, Senillars, L’Hortella, La Creu d’Amunt. Todos ellos con líneas rojas que indicaban irregularidades.

—¿Los conoces?

—No personalmente. Pero están en la zona media de la Ribera y parte de l’Horta sud. Todos en puntos de acumulación de aguas pluviales. Muy críticos cuando hay una DANA.

Clara señaló una celda:

—Aquí se cobró por instalar un sistema de retención y bombeo. 94.000 euros. No hay registro físico. En este otro, duplicación de contrato con empresa pantalla. Y lo mismo en el resto. Y aquí… —pulsó una pestaña— el técnico firmante murió en 2021.

Miquel tragó saliva.

—Esto es más de lo que imaginaba. Esto ya no es mala gestión. Es una estructura.

—Exacto. Y ¿sabes qué tienen en común todos estos expedientes? —dijo ella, acercándose un poco más, bajando la voz— Que en todos aparece una derivación presupuestaria justificada como “mejora en sistemas de emergencia ante fenómenos meteorológicos extremos”. La excusa perfecta. Nadie los revisa. Todo entra por urgencia. Todo se firma sin pasar por fiscalización.

—Ferran lo sabía…

—Y alguien quiso que no lo contara —dijo ella, sin dramatismo. Como si ya no le sorprendiera nada.

Entonces Clara se inclinó un poco hacia él. Su voz bajó de tono, se hizo más íntima.

—Uno de los correos que me llegó anónimamente viene de alguien de tu agenda.

—¿Quién?

—Rubén Cervera.

Miquel sintió una corriente eléctrica recorrerle el estómago. El nombre le golpeó el pecho como una piedra. Su primo. Habían compartido veranos, bicicletas, tardes en los canales. Rubén siempre fue más ambicioso. Más listo. Y más oscuro.

—¿Estás seguro?

—Tengo los metadatos. Lo reenviaba a una empresa llamada InfraCom Servicios. Con sede en Andorra. Y pagos desde una cuenta en L’Hortella.

—Mare meua…

Clara lo miró en silencio. No con pena. Con una mezcla de respeto y alerta. Como si evaluara si él iba a hundirse o a reaccionar.

—¿Quieres parar aquí?

—No.

—Podrías hacerlo. Nadie te culparía.

—Ferran era mi amigo. Lo mataron. Y Rubén… si está metido, no voy a mirar a otro lado.

Por primera vez, Clara sonrió de verdad. Y no fue una sonrisa cínica. Fue una sonrisa que le iluminó los ojos. Y algo en su mirada cambió. Dejó de verlo solo como una fuente o un aliado. Empezó a verlo como un hombre.

—Entonces, Cervera… benvingut al fang.

Él sostuvo la mirada. Y ahí, por primera vez, el silencio entre ellos fue otra cosa. No tensión. No solo complicidad. Fue… otra vibración. Clara desvió los ojos un segundo, y el leve rubor en sus mejillas no pasó desapercibido.

—¿Tienes dónde dormir esta noche? —preguntó, sin mirarlo.

—Sí… en casa de mi madre, en Torrent.

—Ah —dijo ella. Pero esa "ah" llevaba algo más. Como si no le gustara del todo la respuesta.

Miquel notó el gesto. Y por un instante pensó en decir algo distinto. Pero no lo hizo.

Clara se incorporó y sacó algo del bolso. Un sobre arrugado. Lo dejó en la mesa.

—Esto apareció ayer en mi buzón.

Miquel lo abrió. Una foto de Ferran, tomada con zoom. Fechada tres días antes de morir. Y una nota escrita a mano:

“Alguns pous no són per traure aigua, sinó per enterrar veritats.”

Él cerró los ojos. Luego, levantó la mirada.




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