València. Piso de Clara Roig, barri del Botànic
26 de octubre, 21:42 h
El piso de Clara no era grande, pero estaba lleno de mundo. Libros apilados sin orden aparente, carteles de cine clásico con olor a imprenta vieja, dos guitarras arrinconadas sin polvo —como si alguien las tocara aún de vez en cuando— y una mesa de madera que servía de escritorio, comedor y centro de operaciones según el día. La luz cálida del flexo llenaba el espacio de una calma fingida. Afuera, la ciudad comenzaba a replegarse sobre sí misma, pero allí dentro la noche estaba por empezar.
—Espero que esto no te impida volver a Torrent si luego te lo planteas —preguntó Clara mientras abría la botella de vino que había rescatado de un armario.
Miquel dudó. Había prometido volver, pero no lo sentía. Le pesaba la certeza de que si salía por esa puerta, no solo perdería la noche, sino también el momento.
—Lo había pensado, sí. Pero con todo lo que hemos visto hoy… necesito atar cabos mientras aún me arden en la cabeza. Y necesito revisar unas memorias de obras.
Ella no lo miró. Sacó dos copas, unas servilletas de tela arrugadas y un plato con jamón, queso curado y pan de semillas.
—Cena de resistencia —dijo—. No te acostumbres, no suelo hacer de anfitriona.
—Tranquila. Estoy acostumbrado a las cenas funcionales. Bocadillos en estaciones de servicio, menús de aeropuerto…
—Y promesas no cumplidas, imagino.
—De esas también. Algunas me las hice yo mismo.
Clara puso el plato en el centro de la mesa y se sentaron uno frente al otro, con los portátiles aún encendidos. La luz amarilla de la lámpara les rodeaba como una cúpula. Afuera, el mundo parecía amortiguado. Algún grito aislado de niños, una moto en segunda, pasos que se alejaban. Pero ahí dentro el tiempo se había ralentizado.
—¿Qué más sabes de Rubén? —preguntó Clara mientras untaba una rebanada de pan con tomate.
—Mi primo era de los que sabían buscarse la vida. Siempre con prisas. Siempre con ideas de negocio. Yo me metí a técnico por vocación. Él, porque desde dentro era más fácil hacer contactos.
—¿Tenéis relación?
—Hace tiempo que no. Nos cruzamos en alguna boda o comida familiar. Pero de pequeño me llamaba “el tonto legalista”.
—Suena encantador.
—Tiene una memoria brillante. Y mucha cara. Si está implicado, es porque alguien más arriba le protege.
—¿El president?
—O alguien que le deba un favor.
Apuraron las copas sin prisa. Luego abrieron de nuevo los ordenadores. Cruzaron datos, listados, fechas. Las coincidencias empezaban a volverse sospechosas. Obras en pueblos invisibles —Benifalgó, L'Hortella, La Creu d'Amunt, Torrefita de Baix— donde nadie parecía fiscalizar nada. Incluso descubrieron dos contratos con la misma fecha y el mismo código de expediente, firmados en dos conselleries distintas.
—Esto ya no es una chapuza. Es una red —dijo Miquel.
—Y lo más jodido es que usan la lluvia como coartada.
Pasaban las diez y media cuando Clara puso música suave en el fondo: Nick Cave, piano y voz, algo oscuro pero íntimo. No dijeron mucho más durante un rato. El sonido de las teclas y el crujir del pan fueron los únicos ruidos.
A las once y pico, Clara se levantó y sirvió la última copa de vino. Ya no hablaban de expedientes. Solo intercambiaban silencios, miradas largas, frases a medias.
—Cuando Ferran me llamó, lo noté distinto. Asustado, sí… pero sobre todo decepcionado. Como si se sintiera culpable por haber tardado tanto en abrir los ojos.
—Yo también me siento así —dijo Miquel—. No me gusta la idea de que me hayan utilizado como coartada técnica.
—Pero aquí estás.
—Y aquí estás tú.
Clara sonrió. Fue leve, casi involuntario. El tipo de sonrisa que se queda pegada como una marca de agua.
El reloj marcaba las doce menos cinco. Miquel se frotó los ojos. Ella empezó a bostezar. La cocina desprendía ya ese aroma a noche terminada, a platos sin fregar, a café que no se hará. Pero la conversación no había terminado.
Y entonces Clara dijo, mirándolo por primera vez en la noche sin barreras:
—Si te quedas, hay sofá y manta. Pero no hay zona de confort. Aquí dormimos poco. Y pensamos demasiado.
Él asintió. Era justo el tipo de lugar donde necesitaba estar.
Pasada la medianoche. las carpetas se amontonaban en la mesa, las pantallas ya no brillaban tanto como los ojos cansados, y el silencio se había vuelto más denso, como una cuerda floja entre lo profesional y lo íntimo.
—¿Te pasa que cuando todo encaja, algo se te desajusta por dentro? —preguntó Miquel mientras repasaba un listado de obras en Senillars y La Creu d’Amunt.
Clara lo miró, apoyando la barbilla sobre su puño.
—A mí me pasa lo contrario. Cuando todo parece encajar demasiado… desconfío. Las estructuras limpias son sospechosas.
Se quedaron un momento callados. La ciudad se filtraba en pequeños ruidos: una moto lejana, un tren nocturno en los andenes, una persiana bajando con brusquedad. Todo eso parecía ajeno a lo que ocurría en esa habitación.
Miquel se levantó, fue a la cocina y volvió con dos vasos de agua.
—Gracias —dijo ella, rozándole los dedos al coger el suyo. El roce fue breve, pero no casual.
—¿Tienes a alguien? —preguntó él, sin levantar la vista.
Clara arqueó una ceja.
—¿Alguien…?
—Sí. Una persona. Una historia.
Ella sonrió, pero esta vez con un matiz que no había usado antes.
—Tu pregunta no es curiosa, es temerosa. ¿Tienes miedo de que sí o de que no?
—Solo intento entender dónde estamos.
—Estamos en mi casa. Casi la una de la madrugada. Tú no has querido volver a Torrent. Y yo no te he dejado marchar.
Y entonces se acercó. Solo un poco. No lo suficiente para que fuera explícito, pero sí para que Miquel sintiera el calor de su cuerpo. Y su perfume discreto, mezcla de café, tinta y algo que no sabía identificar. Algo que le despertaba memorias de noches viejas y aún abiertas.