Una vez que entro en mi oficina, observo todo con gran nostalgia: mi plantita, mi escritorio, mi vaso térmico preferido para el café, la foto de mi hija con nuestros gatitos junto a mi computadora de escritorio y los cuadros colgados en las paredes que muestran una seguidilla de minions que van caminando. No puede ser que tenga que despedirme de todo esto, mi vida habrá cambiado para siempre una vez que ponga un pie fuera, realmente no tengo ningún plan B, no sé cómo seguiré adelante.
¿Es porque no estoy a la altura de la transformación digital y de sacar adelante la crisis que están atravesando en la actualidad las jugueterías? Yo sabía que tarde o temprano llegaría este momento, pero no pude prever que sea parte de la vil limpieza de personal.
Basil me sigue el paso, llegando hasta donde yo permanezco sosteniendo mi corazón hecho pedazos.
Una vez que estamos los dos en la oficina, lo abrazo con fuerza.
—No lo puedo creer, no puede ser.
—Cariño, ¿pero qué sucede con ese hombre? ¿Ya le conocías? Juzgaría que te detesta por la manera en que te habló, quería romperle la cara y eso que jamás he golpeado a nadie—declara él, ayudando a limpiarme las lágrimas.
—No lo sé, yo simplemente me acerqué para saludarlo.
—Se conocen.
—Puede ser, pero hace muchos años no lo veo, ¡ha pasado tanto tiempo!
—Madre mía—él se aparta y me mira a los ojos—, ¿qué le hiciste a ese bombón, amiga? Espero no le hayas roto el corazón. Porque ese despecho en su tono de voz no se escucha todos los días.
Golpean la puerta que ha quedado entreabierta y Muriel asoma el rostro, empujando un poco la puerta.
Su gesto parece apacible, solemne y me dedica una sonrisa de esas que las abuelas ponen a sus nietos para colocarle una curita al desinfectar una herida.
—¿Permiso?—murmura ella.
—Muriel—decimos con Basil a la vez.
Soy yo quien añade, mientras me limpio el rostro con el dorso de mis manos.
—Siento la demora, en breve junto todas mis cosas y me marcharé. Gracias por todo lo que hizo por mí a lo largo de estos años.
—Tranquila, cariño. De nada. Pero aquí quien se viene a despedir lista para su jubilación soy yo. A propósito, te espera el señor Kyriakou en su oficina.
Con Basil cruzamos una mirada cargada de preocupación.
—¿Sí?—murmuro. ¿Es que piensa matarme o humillarme aún más? ¿Cuál es su perverso plan esta vez?
—Por favor, cariño, ve—dice ella.
Se aparta.
Basil me dibuja la señal de la cruz en la espalda seguro que con ánimos de darme su bendición y una ves que estoy afuera, mi ex jefa me señala hacia arriba.
—¿Me está dando ya por muerta?—le pregunto, empalideciendo.
—No, cariño. La oficina de Gabriel es arriba.
Le ha tuteado.
Igual me llama más la atención que la oficina sea en otro lado.
—¿Cómo es posible?—le pregunto—. Si ni siquiera es nuestro ese piso.
—Ahora sí, lo ha comprado.
—Caray, ¿en verdad?
Asiente.
¿Qué clase de narcotraficante es Gabriel Kyriakou? Aquí en Grecia hay muchas fiestas donde trafican drogas y consumen, ¿es que él se ha metido en esa clase de negocios o en verdad se dedica a la venta de órganos y la juguetería solo será para lavar fondos?
Dejo de hacerme esas ideas y busco la escalera que me conduce al piso de arriba, valiéndome del tiempo que esta me implica y evito el ascensor. Aprovecho cada escalón, cada segundo ganado para ensayar mi discurso para pedirle que no me deje sin empleo, que lo necesito de verdad, que mi hija y mis gatitos necesitan un lugar más cómodo donde vivir y criarse, que no quiero ser una vergüenza para mi pequeña, que esté orgullosa de su madre y muchas cosas más que no me dan la certeza de que me vaya a permitir ganarme su compasión.
Una vez que estoy en el piso de arriba, descubro a un montón de gente trabajando, limpiando, pintando y armando nuevos espacios de trabajo.
Se apodera de mi atención un amplio ventanal al final del pasillo y una figura masculina de pie ahí que me observa fijamente.
Una vez que capta que le estoy mirando, se mete en el despacho más próximo que encuentra y le sigo el paso.