Una vez que estoy en la puerta, advierto que Gabriel yace al otro lado de su escritorio, frente a un moderno mueble de biblioteca. Este lugar es el primero que han refaccionado porque parece estar listo ya: tiene amplios juegos de sillones, un set up al estilo gamer, una biblioteca vidriada con libros y papeles, además de una pintura enorme que identifico que se trata de un NFT, es un gatito negro que observa con expresión de disociación o eso parece, pero está dibujado de una manera muy digna del ámbito cripto.
Creo deducir de dónde vienen los fondos con los que Gabriel ha hecho todo lo que consiguió en estos últimos años.
—Permiso—digo.
—Entra y cierra la puerta.
Eso hago.
Se queda de pie y yo permanezco igual, la tensión me hace sudar la gota gorda. O bien, simplemente se trata de su imponente figura que me hace respirar con dificultad, mientras más le miro, menos me creo a mí misma que una persona pueda realmente cambiar tanto como él lo hizo.
—¿Quieres leche?—me pregunta.
Parpadeo, atolondrada, creyendo que le escuché mal.
—¿Perdón?—le pregunto.
—Que si quieres que te dé leche. O yogurt.
Creo que se me acaba de hacer un lío en la cabeza, ¿y a este pervertido qué rayos se supone que le pasa?
Entonces agrega:
—También hay chocolate caliente, pero la especialidad de la máquina son las malteadas—me señala una máquina expendedora en una esquina de su despacho.
Es de esas que levantas una manija y te da malteada, otra te da yogurt, otra chocolate, lo cual consigue sacarme del pánico.
—Estoy acostumbrada al café—le digo, saliendo de la vergüenza que siento por haber pensado en lo que pensé.
Espero no note que me he sonrojado, me resulta muy fácil sonrojarme.
—Ese es el problema, que no consumes lo que vendes.
—¿Perdón? Que yo sepa, esta empresa no vende malteadas ni café. Hasta el momento.
Se sirve en un vaso una malteada de fresas y luego me lo entrega.
¿Hay veneno aquí?
Lo miro con suspicacia, tiene pinta deliciosa, pero no me puedo fiar de él. De todas maneras la pruebo para que piense que estamos del mismo lado.
—Está rica—confieso.
—¿Ya ves? Cambia tu paladar y cambiarás tu mundo.
—Creí que era “cambia tus pensamientos…”
—El raciocinio está sobrevalorado. Más en una empresa como esta que trabajan directamente con las emociones de las personas.
—Señor, estoy dispuesta a aprender, estoy dispuesta a hacer todo lo que usted me diga que tengo que hacer, pero le pido que no me deje sin mi empleo.
Él levanta una ceja y se acerca al ventanal mientras me observa de arriba a abajo, es como si consiguiese desnudarme o mirar directamente mi alma con una sola expresión suya.
¿Qué clase de persona es? ¿En quién se ha convertido?
¿En quién me he convertido yo?
No debería estarle rogando, demonios, en los tiempos que corren las mujeres no nos doblegamos por nadie, pero no es este mi caso.
Solo me consta instruir a mi hija lo suficientemente bien para que el día de mañana no tenga que estar delante de un idiota rogándole por su empleo.
—¿Dispuesta a lo que yo quiera?—me pregunta.
—S-sí, señor—. Agacho la cabeza.
—Caray, no sé qué clase de persona crees que soy, Sophie. Estás muy cambiada. No eres la misma persona que recuerdo.
—Lo sé, parece que la vida me hubiese pasado por encima como un tractor—murmuro, apenada. Él tan exitoso y yo tan poca cosa.
Suspiro.
No puedo creer lo que he hecho.
—Yo también he cambiado—confiesa.
—No pongo en duda eso…
—¿Ya juntaste tus cosas?
Me vuelvo a él, mirándole con el corazón por los pies. Estoy a punto de echarme a llorar otra vez, no quiero hacerlo, pero las lágrimas ya me están haciendo picar los ojos y es justamente lo último que necesito para seguir con mi proceso de humillación que detesto de mí misma, detesto no haber hecho las cosas de manera diferente en mi vida, detesto ser una vergüenza para mi propia hija.
—Señor, yo…—empiezo con apenas un hilo de voz.
—Desocupa esa oficina que ha quedado chica para un talento como el tuyo, Sophie—me dice, mirándome fijo. Tengo que repasar muy bien sus palabras en mi cabeza para saber si está hablando en serio o no. Parece ser que no sea alguien con ánimos de andar bromeando, de hecho.
—¿Qué?—murmuro.
—Que tomes tus cosas, abandones tu oficina y subas. Acá arriba funciona la empresa que terceriza la toma de decisiones de la juguetería y de otras empresas, a partir de este momento serás mi asistente, triplicaré tu paga y tienes derecho a tomarlo o a dejarlo e irte, lo cual sería un gran desperdicio de valor.
Un…
Un momento…
¡¿QUÉEE?!