Hola, hijo de Poseidón

- Prólogo -

-Cariño, ¿todo bien? Esta mañana te llamé, pero no me contestaste, escríbeme, te quiero - Atenea miró el móvil y vio que su padre acababa de mandarle un mensaje.

-Puf, mañana ya te hablaré, sí- dijo a voz alta, mirando la pantalla.

Tiró el smartphone en medio de la arena fresca y húmeda, miró el cielo y respiró profundamente: recogió todo el aire que sus pulmones podían y luego la sacó tan fuerte, con la esperanza que junto se fuese el dolor que probaba a la altura de la boca del estómago.

La noche había caído ya desde un par de horas en la playa de levante de un pequeño pueblo en el precioso sur de la Península Ibérica, Atenea llevaba toda la tarde paseando por la orilla; durante aquel tiempo había podido apreciar el paseo de una joven, mientras practicaba running con sus dos pinscher, observó unos niños divertirse con una pelota y discutir sobre quién tenía que empezar el juego; Atenea sonreía, en sus momentos oscuros adoraba ver a los demás felices, porque podía entender que el dolor era un terrible túnel, pero que tenía un fin, aunque, aún, no podía verlo.

Su sonrisa y alegría desapareció, cuando, en un atardecer nostálgico, una pareja de mayores, mano con mano, se acercaron a la orilla y el hombre recogió una concha para su amada; Atenea, en aquel momento, sintió una puñalada en el pecho, directo al corazón, por unos segundos le costaba respirar, notaba como un nudo de rizo le apretaba en la garganta, le quemaba los ojos, estaba aguantando las lágrimas, no quería llorar, era una chica fuerte, eso se repetía en su cabeza, una, dos, tres y cien veces, pero más lo afirmaba más se sentía morir por dentro; cuando la pareja se alejó de la playa ella seguía teniendo la mirada fija a la orilla, Atenea no se movió, tardó una hora antes de hacer cualquier tipo de movimiento con su cuerpo. 

Su cabeza tenía tantas cosas en la cual pensar que no sabía por dónde comenzar, se levantó y dio una vuelta, mirando alrededor, estaba sola, solo el ruido de las olas le hacía compañía, aquel precioso sonido le provocaba una sensación de bienestar superior, menos aquella noche, ni eso le daba alguna emoción, nada, el vacío.

Atenea se acercó al agua, las olas chocaron con dulzura contra sus pies desnudos, la temperatura del agua era la típica de un periodo frío como podía ser diciembre, tanto que el agua quemaba, pero para ella, eso no era el verdadero dolor.

Atenea, seguía acercándose, el agua le llegaba a la altura de las rodillas, notaba cada vez menos sus articulaciones, era una sensación de placer para ella; se dejó llevar y cayó en los brazos de las olas, se sumergió completamente, incluso, se quedó unos segundo buceando y desapareciendo entre la oscuridad del mar. Sacó la cabeza del agua y se quedó flotando, dejándose llevar por la marea; el agua estaba muy salada, notaba, en su cara, la mezcla de la fría agua marina y el calor de sus lágrimas ácidas.

Cerró los ojos y rezó con toda sus fuerzas que el mar le llevase consigo, se sentía desaparecer y era justo lo que más deseaba.

 



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En el texto hay: mitologia, drama, amor

Editado: 09.04.2024

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