Inexorable

CAPITULO 2

NARRA CLARISSA

La casa donde crecí es pequeña, de paredes color ocre y ventanas angostas. No hay lujos, apenas lo esencial, pero es hogar. El aroma a café recién hecho impregna el aire, y el sonido de la televisión en volumen bajo murmura en el fondo. Mi hermano menor está en el suelo, absorto en sus dibujos, el lápiz rasgando el papel con trazos insistentes.

Mi madre se mueve por la cocina con ese andar rígido y determinado que siempre ha tenido. Su presencia llena el espacio, aunque rara vez lo hace cálido.

—¿Qué tanto miras? —su voz corta el aire como una cuchilla.

Trago saliva.

—Tengo algo que decirles.

Mi padre levanta la vista del periódico. Sus ojos, cansados pero atentos, se posan en mí con ese gesto paciente que siempre me ha ofrecido.

—¿De qué se trata, hija?

Me acomodo en la silla, cruzo las manos sobre la mesa, intentando que no tiemblen.

—Me han ofrecido un puesto en el Instituto Sterlingwood. Como profesora de matemáticas y física.

Hay un silencio abrumador. El lápiz de mi hermano sigue moviéndose, ajeno a la tensión que se empieza a formar en el aire. Mi madre deja la taza sobre la encimera con más fuerza de la necesaria.

—Ese lugar no es para ti.

Lo dice sin siquiera preguntarme nada más, sin interesarse por los detalles.

—Es una gran oportunidad, mamá. Es el mejor instituto del país, además el señor Rockefeller fue quien me envió la carta, el sueldo es...

—No me interesa el sueldo. —Cruza los brazos, su expresión implacable—. No perteneces ahí, Clarissa. ¿Cuándo vas a entender? Ese hombre solo te traerá desgracias, no perteneces a su mundo.

Aprieto los labios. No es la primera vez que me lo dice, no será la última. Para ella, todo lo que está fuera de este hogar es hostil, peligroso. Y todo lo que huele a riqueza es sinónimo de corrupción.

—Mamá, gracias a él pude estudiar. No soy a la única a la que le da becas, lo he explicado tantas veces. ¿Por qué tienes que ser tan dura?

—¡porque soy tu madre!

Su voz resuena en mis tímpanos como una cuchilla perforando cada centímetro de mi piel.

—Si me ofrece el empleo es porque durante todos estos años he demostrado mi capacidad, me esfuerzo todos los días para ser la mejor, para ser alguien y no quedarme en la miseria, ¿¡porque no puedes entenderlo!? ¿tan difícil es que me apoyes una vez?

Mi padre suspira.

—Es su decisión, no la tuya.

Ella lo mira con reproche.

—¿Vas a apoyarla?

—Siempre.

Las palabras de mi padre son simples, firmes. No hay duda en su tono, no hay titubeo.

Mi madre chasquea la lengua y vuelve a la cocina, dando por terminado el asunto, como si ignorarlo lo hiciera desaparecer.

Como siempre.

LUNES

El lunes amanece con un cielo grisáceo y pesado, como si el mundo entero supiera que mi vida estaba a punto de cambiar. Me visto con precisión, eligiendo ropa sobria, profesional, sin extravagancias. Quiero que me tomen en serio.

Con horas de antelación me preparo para salir de casa, el autobús me deja a unos tres kilómetros o más del instituto, así que tendré que caminar.

Al abrir la puerta de casa, lo veo.

Un auto negro, impecable, con cristales pulidos como espejos. Y ahí está él, apoyado contra la puerta del vehículo, como si el tiempo no tuviera prisa cuando se trata de él.

—Buenos días, Clarissa.

Su voz es cálida pero firme. Dominante, como siempre.

—Señor Rockefeller… —Mi sorpresa es evidente.

Es alto, dos metros creo, ojos azules penetrantes, cabello negro. Una mirada dominante. Que me hace tragar saliva. Los años parecen no pasar por él.

—No hay transporte público hasta el instituto. —Abre la puerta con un gesto pausado—. Vamos.

Vacilo un segundo. Pero su mirada me obliga a subir al auto.

Algo en mi interior me dice que nunca debí hacer esto.

Estar en un auto con él, solos, me pone nerviosa. Me deslizo dentro y ajusto las manos sobre mi bolso con más fuerza de la necesaria.

Él toma el volante, conduciendo con la tranquilidad de alguien que tiene el control de todo. Él controla todo.

—¿Nerviosa? —pregunta sin apartar la vista del camino.

—Un poco. —Mi voz suena más baja de lo normal.

—Es normal. Pero no olvides lo que te dije. Eres la mejor.

Sus palabras deberían reconfortarme. Deberían darme seguridad. Pero en cambio, el peso de la expectativa se hace aún más grande.

Es la primera vez en su auto, la primera vez que se presenta a mi casa. Hay un silencio largo, casi incómodo. Hasta que él lo rompe.




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