Umbra había tratado de aprovechar las oportunidades que le brindaba Burgo Gris, al mismo tiempo que mantenía la distancia de cualquiera. Un silencio mortífero la rodeaba sin igual. Comenzó a coleccionar vasijas de arcilla que vendían en los mercados entre la niebla: empezaba a resguardar algo de la comida de Valentine en ellas para conservarlas antes de continuar su viaje, también se aseguraba de guardarle algo a su caballo para que no desfalleciera. Además, había pedido un mapa prestado de las Praderas a un hombre que tenía su negocio en la esquina.
No podía creer que no tuviesen, si quiera, una biblioteca, tal era el problema que se lo tuvo que pedir prestado a un relojero mentecato. Comenzaba a medir la distancia entre un punto y otro con un compás, fue una ardua tarea, así que también buscó un libro de geografía y otro de cartografía de un comelibros: un hombre o mujer que se dedica a coleccionarlos, casi todos los poblados tenían uno. Ese trabajo le tomó dos tardes seguidas hasta que pudo terminar su ruta.
Burgo Gris estaba varios días al norte de un fuerte militar llamado Casquillo Plateado, así que el sur no era el camino, ya estaba enterada de la asaltada rebelde a ese lugar. Si iba por el norte, en dos días a caballo debía llegar hasta un lugar llamado Pueblo Potro, y a un día de allí estaría La Ciénaga del Sapo, desde donde debería ir hacia el noreste hasta pasar por tres pueblos consecutivos en Lagos Tártaros antes de tomar la poca conocida Ruta del Fuego. Y eso que habría sido más sencillo ir por el Paso de la Doma, si no fuera por los rebeldes más al sur que lo ocuparon por completo.
Extrañamente, un sentimiento de pesadez recorrió su cuerpo. Tantos lugares que jamás había visto u oído en su porvenir, demasiados peligros y adversidades frente a ella: ladrones, enfermedades, que la gente la ataque, que su caballo muera, todo estaba frente a ella como si brotara de entre los puntos de los trazados. Sin embargo, algo en ella despejaba esos malestares, tantas amenazas mortíferas y ella no se preocupaba, sólo las predecía.
Aquello que ahora la resguardaba del terror era el deseo de regresar con Sirius. Le daba seguridad, compañía, calidez, no tanto por una especie de amor, sino por un sentido de séquito. Mantenerse junto a él, aprovechando sus talentos, y pagarle con su exitoso servicio y consejo, era la base de su existencia.
Diago Le’Tod vomitaba a litros detrás de las tiendas, las risas de sus compañeros resonaban en sus oídos. Se carcajeaban de una forma tan insoportable que le agitaba el pecho de la histeria. Sus ojos se desorbitaban como peces inquietos en estanques, apenas respiraba, sentía que se iba a desmayar: bastante tiempo fue desde que pasó a vivir, comer, entrenar e ir al “baño” en el Casquillo Plateado, pero Alan convirtió ese hospedaje en la menos dichosa tortura de su vida. Jamás había conocido a alguien que el aliento le oliese siempre a vomito.
Alan apartó a los mequetrefes burlones, dos codazos tan fuertes como la patada de un corcel, casi no salen volando; tomó al pobre chico del cabello, los labios de Diago seguían empapados de saliva y algo de vómito. Lo tiró al suelo, lejos de ese rincón y le fue escupiendo sus verdades.
─ Pendejo, no mames, sólo fueron treinta minutos hoy ─ reprochó, su dedo le apaleó la frente como si fuera un martillo.
─ Alan… por favor, sólo necesito un descanso ─ carraspeó.
─ ¿Descanso? Qué curioso ─ bufoneó, el corazón de Diago ardió con rabia, o quizás era el vómito por su esófago ─ Todos los demás están muy bien. Debilucho, cuando termines de retorcerte así, vuelve al campo.
Diago se levantó cuando estaban partiendo, pero no para seguirles el paso, sino para enfrentarse a Alan. Todo ese abuso, desinterés y castigo eran tortuosos, casi tanto como en las minas, su ira se incrementa con prepotencia igual que una hoguera. Apretaba los puños con violencia.
─ ¡Alan! ¡Escucha! ¡Esto es injusto!
El jefe de ese pelotón se volvió a él, pero mediante la comisura del ojo. No lo tomaba en serio del todo. Los demás miembros del pelotón también los espectaron, pero sólo para seguir riéndose de Diago. Era divertido verlo haciendo el ridículo.
─ ¿Injusto? Déjame explicarte: injusto sería que no siguiese las normativas educativas militares sólo porque no eres capaz de hacerlas.
─ ¿Qué…? Pero…
─ Diago, no es por ser malo, pero es la verdad: puedes tener sueños, fantasías, lo que te dé la gana, pero eso no te pondrá en la posición de todos los demás. Sólo te queda irte o quedarte.
─ Pero no resisto a los entrenamientos, me terminaré enfermando si sigo así.
─ Allá hay una enfermería, no es difícil llegar.
─ ¡Cagón!
─ ¡Cobarde!
Diago no tardó en explotar por culpa de esos insultos y burlas. Corrió lo más rápido que pude hasta Alan y lo empujó por la espalda. Una rabia sin igual despertó en él cuando sintió esos dedos.
Se volvió hacia él, se acercó, haciéndolo sudar frío y le regaló una patada en el pecho sin precedentes. Diago se quedó sin aire, sólo pudo ver más caras burlonas de la gente allí. Veía destellos por todos lados, literalmente había salido volando hasta el otro lado de la sombra del puente.
─ Ahora no te levantes, bastardo de mierda ─ pronunció Alan, todo el mundo alabaron sus palabras mientras humillaban a Diago al mismo tiempo. No era una sensación muy placentera para Alan, era una cuerda de retrasados, al fin y al cabo.