La Rebelión de los 57. Prados y Nieve

Capítulo XVIII

La habitación que compartían los gemelos era soñada por cualquier niño de su edad: más grande que dos casas adosadas juntas, dividida por una franja de colores, gustos y juguetes. Mientras Queenee tenía su cama en la cima de una torre de muñecas, decorada con relieves dorados de búhos y osos, Percy prefería el suelo, aunque su cama no se quedaba lejos de ser descomunal. Muchos dirían que era demasiado espacio para unos niños de ocho años. 

Los sirvientes del palacio de hielo siempre se perdían recogiendo sus juguetes o su ropa sucia, hasta su cuarto tenía un eco que golpeaba estrepitosamente. Tanto que tenían que gritar allí adentro para que los príncipes los oyeran. Queenee, incluso siendo mayor, era más desastrosa, con todos sus juguetes y vestiditos de juego tirados por el suelo. Percy daba mucho menos trabajo, quizás porque era más fácil para él captar la decencia y las reglas. 

Un día, la pequeña Queenee llegó casi pataleando a la cama de Percy, aunque siempre le divertía usar el monumental tobogán. El chiquillo suspiró con fastidio, hasta tuvo preparadas unas orejas contra el ruido. 

— ¡Percy! — exigió la niñita, pisoteando con fuerza — Quiero que me prestes tus crayones. 

— ¿Mis crayones especiales? Estás loca. 

— ¡Le voy a decir a papá que eres un egoísta! 

Su mente entró en alerta cuando su hermana dio una berrinchuda vuelta: ya eran varias veces que lo regañaban por no compartir, su hermana siempre rompía todo y sólo quería proteger sus crayones. Fue entonces cuando respiró hondo y dejó salir lo que se guardó como una bola de cañón. 

— ¿Y si le digo de tu incidente? 

La pequeña de rizos amarillos se detuvo. 

— ¿Qué cosa? — fingía, pero sabía muy bien de qué hablaba. 

— Sobre tu incidente con la leche y las pieles finas de Bianca. 

— No te atreverías... 

— Sí me atrevo — replicó con malicia —, sal de este cuarto y tu vida se acabó. Papá te regalará las peores nalgadas del mundo, tanto que ya no podrás dormir del dolor. 

— ¡Pero quiero jugar con tus crayones! ¡Es que son muy lindos! 

— Ni creas que eso va a pasar: son mis crayones y yo decido a quién prestárselos. 

Mientras su hermana regresaba impotente a su cama, Percy reía de forma vivaracha tras salirse con la suya. Continuó jugando con su oso de felpa. 

La siguiente vez volvió a usar el chantaje, pero ahora con una de las cocineras. Dorothia Filheim, una no tatuada, hacía unas tartas exquisitas. 

— Doris — suplicó el niño en la ventanilla. 

— Dime, tesoro, ¿Cómo te ayudo? 

— Mi papá dijo mandó a hacer tartas de fresa para después del almuerzo — dijo con unos ojos suplicantes de cachorrito. 

— En seguida, gracias por avisarnos. 

Cuando tenía diez años, Percy ya había hecho chantajes y mentiras para mantener las cosas exactamente como quería. Hubo un momento en el que, en medio de la fiesta de cumpleaños de Perlix Karten en su hogar Los Frailecillos, encontró besándose a esta misma con su cuñado. 

La anciana le suplicó que no comentase nada, hasta su amante le sugirió que deberían matarlo o hacerlo desaparecer. No consideraron, mientras discutían a leves susurros, que el chico tenía un excelente oído para los secretos. La verdad era que siempre envidió a la señora de Costa Cristal por el hermoso esqueleto de Tupuxuara bañado en oro que tenía como centro de mesa. 

— No diré nada si ustedes me dan su esqueleto de dinosaurio de oro. 

— Pero me costó casi cincuenta millones de Rolias en la subasta... 

— Así como su secreto, pero los únicos que participan en esta subasta son usted y su esposo. 

Allí entendió por fin que la información era poder, y que las personas eran tan manipulables como los pájaros. Siguió manipulando a mayordomos, guardias, soldados, capitanes, hasta los mismos señores feudales con sus peores trapos sucios. Cuando cumplió los catorce años, le pidió permiso a su padre de administrar el servicio de mensajería con hurracas. Lo que no sabía era que, al ser menor, firmó en nombre de su padre. 

De esa forma se enteraba de las peores cosas que se mantenían ocultas, y se carcajeaba leyéndolas. Arthur Blizzard siempre pensó que se mandaba cartas con los hijos de los señores feudales, que finalmente tenía amigos. La verdad era otra, se comunicaba con las juntas generales de los territorios del país, y le daba a su padre las que le parecían mejores. Nadie sabía que las decisiones administrativas de Lord Blizzard llevaban dos años dependiendo de su único hijo varón. 

— Reportes de Fuerte Polar papá — avisó Percy, con las cartas en la mano. 

— Ojalá y sean buenas noticias. 

Percy no quiso darse el gusto de leerlas antes y hacerlas pasar como si nunca los hubiera leído. Su padre se irguió de golpe mientras contorsionaba un rostro pálido y atónito. El chico se mordió la lengua antes de empeorar la situación, y tomó las cartas cuando su padre se llevó las manos a la cabeza en desesperación. 

— Santas nieves... — masculló antes de alzar la voz súbitamente — ¿Cómo es eso que Bianca casi muere? No era el plan que participara en la batalla. 



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En el texto hay: fantasia, aventura epica, magia acción

Editado: 05.01.2024

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