Capítulo 1

- Mami, ¿estás enferma? - preguntó mi pequeña de cuatro años al ver el trabajo con el que movía mis adoloridos miembros.
- No, mi amor, estoy bien - le contesté acariciando su pelo.

Mentía porque no podía decirle, a mi hija, que su padre era el causante de aquel dolor físico. Nunca lo creí capaz de lastimarme pues, en los primeros cinco años de relación, se mostró solícito, tierno y lleno de detalles, por eso se había convertido en una persona especial para mí. Hacía dos años aquel cariño que me profesaba se había transformado en arrogancia y prepotencia. Trataba de anularme, humillarme y pisotear mi autoestima, buscando, para ello, las excusas más triviales. Aquel maltrato verbal me dolía y surtía el efecto que él buscaba, me convertía en una mujer amargada y temerosa. Mi esposo veía la transformación con agrado, confiándose y enseñando, en cada pelea, métodos de dominación más crueles, sin embargo, después del maltrato buscaba la forma de dar afecto y mostrarme, con detalles o en la intimidad, que yo era la mujer de su vida. Lo amé con dolor y desesperación, de una forma enfermiza y adictiva y, en medio de aquel tormento, no podía darme cuenta que aquellas cualidades eran las que, justamente, describían al prototipo de
maltratador.

Esa noche, por primera vez, había empleado el maltrato físico, para reprimir lo que él llamaba mi rebeldía. Marcó mi cuerpo una y otra vez con ademanes de loco, obligándome a prometer que nunca volvería a contradecir una decisión suya. Corrí para el cuarto de huéspedes y allí permanecí toda la noche encerrada, llorando de dolor por los golpes ocasionados y el deterioro moral que experimentaba.

En la mañana, sin ser vista, me moví hasta la habitación de la niña, tenía miedo a que ella se despertara y saliera, como siempre, a despedirlo. No quería verlo, le temía pero, por alguna extraña razón, también amaba a mi verdugo.