Penitence: Al fin te encontré

CAPÍTULO 1 Rompecabezas de vida: Aliz.

Huele a alcohol, a cigarrillo y a algo más desagradable que no identifico.

Al abrir los ojos me arrepiento al instante. Recuerdo dónde estoy y mi corazón se oprime. 

Aunque unas horas antes me había despertado totalmente aturdida, no puedo quitarme la sensación de desorientación. Además de ese horrible mareo. Algo me habían dado para ponerme tan adormecida. O quizás sea solo el éter que utilizaron.

Un ruido al otro lado de la puerta me hace dar un salto. Alguien está allí 

¿Podría hacerme la dormida? No, eso no los detendría; ellos simplemente me zarandearían para que me pusiera de pie de un salto. 

—    ¡Date prisa con esa llave, idiota! – grita una voz masculina desde el otro lado.

Es lo único que necesito para sentarme en la cama rápidamente.

La puerta se abre y la luz que entra me hace cerrar un poco los ojos.

—     Aquí estás preciosa. – dice la misma voz. Como si pudiese ir a alguna parte – ¿Ya estas más calmada? 

Luhan. El miserable Luhan. Lo dice porque estuve a punto de patearle la entrepierna cuando me había despertado un par de horas antes desesperada por salir de allí.

 Es un hombre alto, de cabello negro y piel blanca un poco bronceada por lo que seguramente serian sesiones de rayos UVA. Su cabello es largo pero lo lleva recogido en una cola de caballo que lo hace lucir mil veces más repulsivo. Viste una camisa color mostaza con los últimos tres bonotes superiores desabrochados, gracias al cielo tenía una camiseta debajo. Sus pantalones son negros y sus zapatos del mismo color tan brillantes y perfectamente limpios. Lleva un cigarrillo en la mano y da una calada antes de hablar.
—    Espero que hayas dormido bien, aquí en tu suite –  suelta el humo impregnando el pequeño espacio –, lamento si te despertamos preciosa, pero es hora de que Joey te conozca.

Mi estómago da un vuelco y si hubiese tenido algo en él, lo devuelvo en ese instante.

—    Te está esperando. – murmura el otro chico a su lado. No me he dado cuenta de que está allí.
—    Así que tienes diez minutos para vestirte – arroja una bolsa que cae en el suelo junto a mí –, estoy seguro que es de tu talla. Date prisa, a Joey no le gusta esperar. Si vengo y no estás vestida, te llevare de los pelos, ¿de acuerdo?

Asiento despacio mientras tomo la bolsa y los miro salir de la habitación. 

Quiero gritar. Quiero maldecir. Y por último, quiero llorar.

Pero nada de eso hago. 

Me pongo de pie y me quito la sudada ropa que tengo desde hace varias horas. Al abrir la bolsa puedo sentir más nauseas que antes. Hay un diminuto vestido color negro con detalles plateados en la parte delantera, toda la espalda es descubierta. Un par de tacones plateados que me habrían parecido hermosos de no venir acompañados de aquel asqueroso atuendo. 

Me lo pongo rápidamente y apenas me echo una ojeada en el espejo de detrás de la puerta sin prestar demasiada atención para no perder la cabeza. 

Agradezco por primera vez que la pequeña habitación estuviese prácticamente a oscuras, así no puedo verme del todo, pero mi mente es demasiado audaz y puedo imaginarme la imagen que doy con ese diminuto pedazo de tela.

Ahogo  un sollozo.

En ese momento, viene a mi mente, recuerdos de hacía unas horas cuando he llegado a ese lugar.

Horas antes...

Me despedí de Melanie, mi mejor amiga al finalizar mi turno en el restaurante en el que trabajo como mesera durante seis horas después de la universidad. Caminé bajo la lluvia hasta la parada de autobús para tomar el próximo de la ruta hasta mi casa. Bueno, no es que la mía sea exactamente una casa. Vivo en un remolque con mis padres en una zona urbana de la inmensa ciudad de Seattle.

Si, un remolque. Mis padres no pueden pagar nada más, y no es que siquiera hayan hecho el esfuerzo por hacerlo, ya que desde que tengo uso de razón, no los he visto tener al menos un empleo estable. Hemos vivido allí desde hace años, un viejo amigo de papá murió y se lo dejó a él, o algo así dijeron, no es como que me hubiesen dado una explicación ni mucho menos. 

En fin, tengo- a pesar de la no tan amplia estancia en el remolque- mi propio espacio: La habitación más pequeña, y, sobre todo, alejada de la de mis padres. Por supuesto el remolque necesitaba un auto grande para rodar, cosa que no teníamos, por ende, estábamos siempre en el mismo vecindario.

Seguramente al llegar los encontraría a ambos en una de sus constantes peleas y gritos que terminaban siempre en desastre. Era así todos los días: peleaban, se gritaban, incluso uno que otro roce, para luego darse cuenta de lo tontos que se ven, y empezar a besarse, manosearse e ir directo a la habitación y comenzar a gemir como un par de animales salvajes. Algunas veces discutían tan fuerte que uno de los dos se iba dando un portazo y volvía al otro día pidiendo disculpas. Daba igual, siempre terminaban en lo mismo. Era una relación tóxica, lo sabían, pero ninguno de los dos quería dejar al otro.




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