The Man |

VIII: ¡Casi me mata tu vaca!

Luego de lavar los trastes que la mujer no quiso que limpiara en principio, caminó a su lado, mientras escuchaba hablar a Bruno de los negocios a los que sus padres se dedicaban desde hacía tiempo. Prácticamente abastecían la mayoría de los puestos en los pueblos y la ciudad, con las granjas y haciendas que ocupaban para el trabajo.

Por su parte, se dedicaba a algo más que no quiso decirle abiertamente, decidiendo parar ahí la conversación, permitiéndole quedarse en el lugar donde estaban los animales, con él regresando a la casa.

Entabló una conversación amena con uno de los trabajadores, sentándose en la cubeta especial que usaban para ordeñar a las vacas. Vio que el animal no parecía sentirse amenazado por su presencia, por lo que intentó hablarse con calma, dejándole al aire varios piropos que salían de manera genuina de su ser.

Nunca había estado tan cerca de un animal, mucho menos de eso, viendo el proceso del ordeñe, por lo que se sintió mucho más en confianza que con todos los demás que aún no conocía. Miedosa, eso sí era. Ni siquiera podía soportar la presencia de una cucaracha, pero si se trataba de otras cosas, ya estaba mucho más acostumbrada por los trabajos a los que se sometió.

Ya estaba cayendo la hora del almuerzo cuando escuchó al hombre gritarle que continuara con el trabajo en lo que volvía. Solo serían cinco minutos, nada más.

Miró al enorme ser, armándose de todo el valor posible, comenzando con el proceso algo nerviosa, temblando incluso, aunque lo pudo controlar por unos momentos. Cuando pasó a uno de los ubres, luego de media hora en el afán, con el sudor cayendo de su frente, la sintió removerse, así que exhaló, limpiando ya su frente para intentarlo una vez más.

Nada. Volvió a escucharla rezongar, dándose la vuelta para verla.

Ana se puso de pie, temerosa, tratando de calmarla, por lo que se suponía había hecho mal, pero pronto supo que tenía que correr, por muy calmado que fuese el anormal. O eso era lo que creía. Sintió el jalón momentáneo que rasgó un pedazo de su blusa, armándose de valor para avanzar, ya corriendo, a pesar de sentirse acorralada con sus dientes jalando el material. Como por arte de magia, tapó su torso, siguiendo a pasos rápidos, con la vaca tras ella.

Sus gritos se hicieron escuchar, pidiendo ayuda, con Bruno levantándose de su escritorio para mirar desde la ventana. La vio correr hasta pasar la puerta de la cocina, bajando con el semblante serio y divertido, aunque este no lo dejó ver del todo.

Temblaba en la cocina, pegada a la pared, esperando que nadie entrada, ni siquiera el animal. Se abrazó sin percatarse de su mirada, viendo otro punto un poco más lejano.

—¿Ana? —Soltó un fuerte grito, con una carcajada abandonando sus labios y su rostro completamente enfurecido.

—¿Por qué te ríes? ¡Casi me mata tu vaca! —Exclamó —. M-Mira, no tengo siquiera ropa. —Sollozó, tratando de cubrirse más.

—Gonzales te hizo la broma. —Frunció el ceño, con esa sonrisa enmarcada, consciente que quería seguir riendo.

—¿La broma? ¿Qué broma? —Inquirió, indignada —. ¿Me quedé sin blusa por eso? —Prosiguió.

Bruno amplió la sonrisa, sin poder dejar de ver sus reacciones. Qué mujer tan adorable.

—Bruno, no sonrías. —Suplicó, bajando la mirada.

—Lo siento. —Se acercó, tomándola de los brazos, haciendo que se soltara para cubrirla con sus brazos.

Un momento después, la alzó, caminando a la habitación, con ella sosteniendo su camiseta de manera fuerte, aún sintiendo que temblaba. Definitivamente, no parecía ser alguien acostumbrada a reír o divertirse por las desgracias, ni le gustaba el acercamiento que empleaba y ese instante del día anterior, cuando supo lo de su hija con esa palabra, comprendió que a fin de cuentas era una madre, una mujer bastante rota a la que debía de repararle cada pedazo, sin importar en lo que se estaba metiendo.

Tenía todo para salir y dejarse perder en el agua no era la más mínima parte de lo bueno que podría hacer por ella. La mantuvo en esa posición, subido en la cama, con su pequeño dedo creando círculos en su pecho, con una respiración profunda saliendo de sí.

—Ana. —Emitió un sonido en respuesta —. Disculpa, no creí que iba a afectarte de esa forma. —Lo vio, negando, ya con una prenda que le puso sobre sí.

—A mi yo de hace años le gustaban las bromas, ahora ni siquiera sé reír bien. —Se acomodó en su sitio, alejándose con la mirada al frente.

—¿Puedo saber qué pasó? —Negó sin verlo, ni tocarlo, solo cerrando sus ojos unos segundos —. Pedí información tuya a todo mi equipo, por el tema de los papeles, pero no apareces en ningún lado. —Apretó los labios en una fina línea, con las uñas clavadas en su palma, respirando de manera pesada.

Guardó silencio un largo rato, contando con su cordura para poder hablarle.

—Mi madre nunca me declaró. —Indicó, a secas —. El orfanato donde crecí, porque me dejó ahí, fue quemado hace tiempo. Seguro que alguno de mis registros desaparecieron por ello, era lo único que servía. —Continuó, sin querer dejar entrever las emociones —. Viví con mi padre un tiempo. Me culpaba por el alejamiento de esa mujer y entonces me fui a trabajar en lo que apareciera, hasta que tomé la decisión de irme de la casa. Cruzar frontera. —La voz le salió ahogada —. Mi coyote me dijo que iba a ayudarme a pasar a Estados Unidos solo si le daba lo mejor de mí y lo hice. —Un sollozo la dejó caer en su sitio, con el temple completamente en pedazos —. Luego fueron otros dos hombres más, policías o guardias, no lo recuerdo con exactitud, tampoco por caras. —Se acurrucó con las mantas, limpiando sus mejillas —. Por eso se me hizo más fácil hacerle caso a mi madre. —Sorbió su nariz, sabiendo que el golpe de palabras había sido demasiado duro.




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