JANETH
«Me miras y me haces sentir
que no soy suficiente,
no soy lo que buscas,
pero, aun así, te aferras…»
Sé que fue la falsa promesa de un amor lo que atribuyó a que mi pobre corazón, tal cual un esclavo sin mayores posibilidades, pudiese soportar todos los maltratos y gritos recibidos; fue eso, la inocencia, esa incapaz de velar o sentir un mal en otras personas, de saber lo que está mal. Claro, hasta la noche de hoy en la que mi cuerpo ha sentido un peligroso subidón de adrenalina; frenética adrenalina que hoy ha venido a impulsarme y gracias a ella he logrado hacer aquello que ha significado una ilusión alargada por mucho tiempo.
Para mi mala suerte, ese hecho no quita los pensamientos negativos atorados en mi cabeza; no quita los malos recuerdos ni los sustituye por unos mucho mejores. Al contrario, se siente como una condena; una condena donde toda mi alma va a estar atrapada desde hoy hasta quién sabe cuándo.
¿Cuándo sanen mis heridas? Dudoso.
Fue una egoísta proposición de amor lo que por mucho tiempo ha rondado mi cabeza, donde la esperanza por un día mejor y calmado significó el impulso que me ayudó a no rendirme y creer que, en cualquier momento, todo iba a mejorar de la noche a la mañana.
Fue una falsa promesa lo que me ha mantenido retenida en esa cárcel de cuatro paredes con separaciones de cemento, ventanas siempre cerradas y cubiertas por gruesas cortinas que al día me vuelven loca, me hacen extrañar la luz natural de un sol que saluda a todo ser vivo cada vez que sale por las mañanas. Tal cual una jaula, es horrible la sensación de haberme convertido en un pájaro encerrado para el disfrute de unos ojos que buscan nada más el deleitarse con un canto añorando libertad, creyendo firmemente que nada pasa, nada duele. Un cautiverio infeliz que solo busca ser una cárcel disfrazada de una falsa ayuda, de un falso impulso… eso han sido mis últimos años.
Ahora, ahora ruego por que sea diferente.
El sol ha empezado a salir; pero los rayos todavía no son tan cálidos como deseo, solo me otorgan más vista al horizonte de una calle cuyo fin extiende mis nervios.
Darío sigue dormido o quizás ya ha descubierto su soledad no solo en la habitación. Me busca, algo en mí se exalta, y quiere devolverme a mi sitio en la cocina, pisoteada como una cucaracha que no es considerada de ninguna forma positiva; en una casa que sí o sí debe de ser limpiada con mucha meticulosidad cada uno de los días entrantes porque debe de mantenerse inmaculada a ojos de cualquiera; quiere devolverme a una cama donde mi única utilidad es otorgarle un placer del que yo he perdido conocimiento en su significado hace mucho tiempo, quiere… él necesita seguirme usando, como quien toma un trapo y lo mueve hasta dejarlo sucio, a la espera de que este sea limpiado para volverlo a tomar, que cumpla su función, desgastando todos y cada uno de sus perfectos y suaves hilos.
Mientras gruño mis manos se aprietan en torno a mis piernas, con el mero asco corriéndome por la espalda en forma de un escalofrío, en forma de una decepción rabiosa que se siente abrasadora.
Quema esa sensación, arde en mi pecho y todo en mí tiembla; pero no por frío, no por estarme congelando los dedos de los pies, sino porque me maldigo a mí de no haber reaccionado antes. Espero romperme aquí mismo y no lo logro, porque no me siento en paz, no me siento en calma… no hay en mi pecho esa sensación de libertad; al contrario, todavía hay miedo, terror inmensurable que rasguña mi alma. De todas formas, es como si ya hubiese llorado por tanto tiempo que soy incapaz de liberarme, encerrada por alguien que siente tanta vergüenza.
—A ver. En ningún momento te he maltratado. Las verdaderas mujeres son fuertes, no chillonas como ahorita estás siendo, ¿entiendes eso, Jane? —dijo Darío una vez, en una falsa forma de apoyo cuando una vez me vi superada por el estrés, sentimientos que explotaban cada vez que me sentía indefensa, incapaz de continuar con un estudio que poco a poco consumía mis energías, y con un trabajo que, pese a disfrutarlo, también extraía otro puño de mí, con una casa y una relación que me hacían sucumbir a un cansancio tan duradero como las borracheras de mi marido—. Las verdaderas mujeres no lloriquean como inútiles bebés que dependen de otro ser más débil para sobrevivir, para sentirse mejor. Mírame, mírame y deja de llorar… ¿de qué estás cansada, mujer? Esa juventud tuya debe de servirte para algo, ¿o no? Úsala ya. Eres adulta ya, estás en la universidad. Así es la vida. Nadie dijo que iba a ser fácil.
«Madura» chistó después como si mi arranque de estrés fuese algo infantil.
No llorar, decía Darío siempre, porque su paz se veía interrumpida por mi voz rota. Llorar como él no me lo permitía, llorar como hace mucho deseo hacerlo sin que me señalen como una maricona sentimental que no puede tomar fuerzas de ningún lado. Eso es lo que quiero hacer, quiero sentir eso. Ese dolor en mi pecho por no poder expresarme, lo extraño, porque, aun así, yo estaría liberando todo lo que tengo acumulado, porque al llorar mi cuerpo puede sentirse mejor, puede… puede dejar ir las cadenas que me han mantenido a raya.
—No llores, no llores, no llores, no llores —se repite en mi cabeza el gruñido de esa bestia, se repite en mí el deje de molestia que me atraviesa de pies a cabeza en advertencia acerca de cómo él se encuentra a punto de causarme unas justificadas ganas de lloriquear. Me paralizo al instante por el recuerdo de esa expresión, como si respondiese de forma inmediata a un llamado, una amenaza y orden pactada por sangre, dolor y lágrimas—. Basta ya, joder. No hay motivo para eso. Llorar no soluciona nada.