Los ojos grises y brillantes estaban llenos de desesperación cuando susurró en la oscuridad:
—¿Qué hago? ¿Cómo puedo protegerte…?
Sentado junto a la fría pared de una mansión ajena y vacía, Alarion sostenía en brazos a una niña de cabello rubio —una criatura diminuta—, cuyos deditos tocaban su rostro mientras él sentía una angustia insoportable. No sabía qué hacer. Sostenía a una niña que, por mero azar, dependía ahora de él, y sin embargo él mismo estaba perdido en este mundo.
Apenas ayer, al llegar a esta casa abandonada, no imaginaba en qué se vería envuelto.
Apenas ayer, lo único que oía era el silbido en sus oídos, un eco sordo que resonaba con cada paso, porque la teleportación —el llamado “Ruptura”— casi lo había dejado sordo tras su huida de la prisión.
Apenas ayer, buscaba refugio en una casa al azar —necesitaba esconderse— y se encontraba en la planta baja de una de las pocas casas que quedaban en pie en la ciudad devastada por la guerra, respirando con dificultad, cuando de repente percibió un sonido extraño —un murmullo apenas perceptible en el segundo piso. En ese instante, sus manos se cerraron en puños. La magia se agitó en su interior, traicionera, de un color oscuro, lista para estallar. No podía usarla —eso lo delataría. Pero el instinto decía otra cosa —debía salvarse, atacar. Alarion subía lentamente las escaleras, preparado para eliminar a cualquier testigo accidental de su presencia, acercándose paso a paso al origen del ruido. Las escaleras de madera apenas crujieron bajo su peso mientras ascendía con cautela.
Apenas ayer, extendió las manos frente a sí, preparadas para atacar, y chispas de energía negra surgieron de su piel, emanando desde lo más profundo de su alma. Parecía viva, envolviendo sus dedos, como si se preparara para desgarrar el espacio frente a él. Alarion estaba concentrado, cada músculo de su cuerpo tenso, cada nervio temblando. Estaba decidido a atacar primero.
El maldito silbido en sus oídos le impedía orientarse. Al acercarse a la puerta de la habitación de donde provenía el sonido, se detuvo, conteniendo la respiración por un momento. Sus manos ardían con calor y poder —las puntas de sus dedos se habían ennegrecido, y estaba listo para lanzar un golpe mortal. Empujó la puerta y entró bruscamente.
Y entonces se quedó inmóvil.
Frente a él, en una esquina de la habitación, sentada en el suelo, había una niña. Rubia, frágil, vestida con un mono rosa, con lágrimas en las mejillas y grandes ojos azules que lo miraban directamente. Su rostro estaba lleno de miedo, y su cuerpo temblaba tanto por el frío como por el terror. La pequeña figura parecía tan indefensa en medio de esa habitación oscura que toda la ira y disposición para atacar desaparecieron al instante. Las manos de Alarion, que había extendido frente a él, palidecieron nuevamente, su magia oscura pareció evaporarse, y se quedó quieto, mirando a la niña.
Y ahora, después de un día, el hombre desesperado estaba sentado en una esquina de la habitación, meciendo a la niña en sus brazos.
—Shhh… tranquilo, mi niña… – repetía al pequeño.
Su cabello negro, que ya no era aquella larga y espesa coleta, había sido cortado torpemente tras su juicio, durante el interrogatorio en el calabozo de la prisión. No dudaba que gracias a aquellos mechones ahora le cerrarían el acceso al nuevo mundo, a las ciudades, a los refugios, que colocarían barreras mágicas y trampas...
Sus harapos en el cuerpo... Esta ciudad, destruida por la batalla... Y esta niña ajena en sus brazos.
Todo esto —como si no fuera sobre él.
Alarion, alguna vez encarnación de la elegancia aristocrática y la gracia, siempre fue un príncipe, digno de su título. En sus ojos alguna vez brillaba el orgullo, y a sus espaldas —el legado de una gran familia de magos que transmitían su poder de generación en generación. En un mundo injusto, donde las intrigas y la competencia nunca cesaban, seguía siendo un mago digno de su dinastía, hasta que todo cambió y se convirtió en uno de los primeros enemigos del país.
El mundo alrededor del hombre con la niña en brazos estaba silencioso, vacío, y aun así no podía dormir. La ansiedad le oprimía el pecho como cadenas de hielo, impidiéndole respirar. Un nudo en el estómago y oleadas de miedo por la columna vertebral lo hacían mirar nerviosamente en la oscuridad, como si en cualquier momento pudiera aparecer algo aterrador.
Noche otoñal, el aire helado le recorría la piel, las manos entumecidas, y la nariz le ardía por el frío. Cuidadosamente envolvía el pequeño cuerpo en sus brazos con varias capas de ropa encontrada, solo para calentarla. La niña respiraba tranquila y débilmente, y alrededor reinaba un silencio que apretaba el corazón cada vez más.
– ¿Mamá? – susurró la pequeña niña rubia, apenas audible y con incertidumbre, sus ojos llenos de lágrimas — azules, hermosos, como dibujados.
Aún muy pequeña.
Alarion, tratando de no mostrar cómo temblaba, se inclinó y tocó con los labios la frente de la niña.
Intentaba no permitir que el horror de comprender que tenía tal carga en sus manos se filtrara en su voz cuando respondió suavemente:
– No sé quién es ella... ni dónde está – suspiró. – Pero podemos llegar a conocerte. Tengo un nombre secreto y simple que podrás recordar... Lorian —ese es mi nombre de adulto. Pero... es más corto, así que a partir de ahora lo consideraré infantil... como para niños que puedan pronunciarlo. Y mi nombre completo no podrás recordarlo, así que no importa. Y es mejor que no lo sepas. ¿Está bien? Cuando crezcas, te asustarán con historias sobre mí.