Así se gobierna el mundo

1. Cómo reírte de tu jefe sin que él se entere

Si hay algo que me encanta en la vida, además de las papas fritas bien crocantes y los perros con suéter, es hacer reír a la gente. No hay sensación más poderosa que soltar un chiste y ver a una multitud doblarse de la risa, excepto tal vez encontrar un billete de veinte en un pantalón que no usaba hace meses. Pero lo del chiste es más frecuente, así que aquí estoy, parada en el pequeño escenario de un bar de mala muerte llamado "El Sótano de la Risa", con un micrófono en la mano y un corazón que late como si hubiera bebido cuatro expresos en ayunas. El aire huele a cerveza de barril desvanecida y a sueños rotos, el tipo de lugar donde la gente viene a olvidar sus problemas, y mi rol es ser su anestesia temporal con mis propios sueños rotos en un suspiro.

Ajusto el micrófono, sintiendo el frío metal contra mis dedos. La luz es tenue, pero puedo ver las caras borrosas de la multitud, una mezcla de borrachos, estudiantes y almas solitarias. Mis amigos, Julia y Matt, están en la primera fila, listos para reírse de cada una de mis tonterías, o al menos eso espero. Les guiño un ojo para darme valor.

—¿No les pasa que el autocorrector los odia? —pregunto, con una sonrisa ladeada que he practicado frente al espejo cientos de veces—. El otro día quise escribirle a mi jefe "Voy para allá", y el teléfono decidió que en realidad quería poner "Voy para Albania". Ahora mi jefe cree que soy una espía internacional, y yo sólo estaba apresurando la orina en el baño.

Las risas explotan en la sala, una ola cálida que me recorre el cuerpo. Mi grupo de amigos en la primera fila aplaude como si les pagaran por ello. Les lanzo una mirada de agradecimiento. O de advertencia. Nunca se sabe con ellos.

—O peor, ¿alguien ha intentado escribir "jajajaja" y el celular insiste en cambiarlo a "mamá"? —Sigo, sintiendo el ritmo de la comedia apoderándose de mí. —No hay nada más inquietante que enviarle un mensaje a un amigo diciendo "JAJAJA" y que termine en "MAMÁ". Inmediatamente parece que estoy clamando por ayuda en medio de un secuestro.

Más risas. Los chistes no son tan buenos, pero el ambiente está aceitado por el flow de la comedia.

Un tipo del fondo se atraganta con su cerveza. Misión cumplida. Esa es la magia de la comedia, conectarte con la gente a través de lo absurdo, hacerles olvidar, aunque sea por un momento, que mañana tienen que volver a la oficina.

Sigo con mi rutina, metiendo chistes sobre lo difícil que es tener reuniones de trabajo en Zoom cuando tu gato decide que tu teclado es un es un buen lugar para afirmar el trasero, sobre cómo los influencers de comida te hacen sentir miserable porque tú sólo tienes un yogur vencido en la heladera, y sobre lo injusto que es que los bancos nos cobren por usar nuestro propio dinero. La gente ríe, la noche fluye, y yo estoy ya considerando cuál sería la mejor opción para ir rematando mi momento, sintiendo la energía del público como una corriente eléctrica que me impulsa.

Pero entonces, en una pausa, surge desde el público la pregunta inevitable. Una voz desde el fondo del bar grita:

—¡Haz un chiste de política!

No. No. No. No. Mi estómago se contrae y siento un sudor frío en la frente. La política es un terreno peligroso, especialmente cuando tu jefe es el gobernador. Y no cualquier gobernador, sino Becker Hunter, un hombre con la reputación de ser tan serio como una lápida y tan impredecible como un huracán.

Claro que la gente aquí sabe de mi historial, llevan más tiempo viniendo que yo en el rol de resguardar el temple estatal.

Finjo no haber escuchado, pero otra persona insiste:

—¡Sí! ¡Dinos qué piensas del nuevo gobernador!

Respiro hondo, tratando de calmar el torbellino de pensamientos en mi cabeza. No es que no tenga opiniones. Claro que las tengo. Pero también tengo sentido común y un alquiler que pagar. Y dado que mi jefe es, justamente, el gobernador de California, y que su sentido del humor tiene el mismo nivel de actividad que un oso en hibernación, prefiero no probar suerte.

—¡Vamos, Eleanor! —insiste alguien, con su voz cargada de expectativa. —¡Dinos algo de Becker Hunter!

El público empieza a agitarse con expectativa, como si estuvieran a punto de presenciar un sacrificio humano. Miro a mi grupo de amigos, buscando ayuda. Ellos, por supuesto, me miran con la expresión de quien quiere ver cómo alguien se estrella contra una pared a toda velocidad. Traidores.

—Eh… miren, chicos, la política es un tema delicado—digo, tratando de sonar relajada, pero mi voz tiembla ligeramente. —Es como pedirle a alguien que hable de su ex en Navidad. Claro, podríamos hacerlo, pero después la cena se pone rara.

Algunas risas tímidas surgen, pero el ambiente se tensa. La gente quiere sangre, un escándalo, algo que comentar al día siguiente en la oficina. Y yo soy la única que puede dárselo.

—Vamos, Eleanor—insiste una mujer en la tercera fila, con una mirada desafiante—. No puede ser tan terrible. ¡Dinos algo sucio del guapo señor Hunter!

—¡Seeee!—todos vociferan.

—Ah, no, claro que no. Sólo que mi contrato dice que si hago un chiste sobre el gobernador, él puede lanzarme a una dimensión paralela sin derecho a réplica.

La gente ríe, pero la presión sigue allí. Alguien golpea la mesa con impaciencia. El momento se está volviendo peligroso, como cuando te das cuenta de que hiciste demasiados chistes sobre tu familia en la cena de Acción de Gracias y tu abuela empieza a mirarte como si estuviera lista para desheredarte.

Me aclaro la garganta, sintiendo el peso de todas las miradas sobre mí. Necesito una salida, una forma de complacer a la multitud sin cavar mi propia tumba profesional.

—Bien, bien, lo intentaré… —La sala se inclina hacia adelante, esperando la carnicería—. ¿Saben cuál es el colmo de tener un jefe tan guapo y con tanto poder como este guapetón seductor? —”No te pases de la raya” me suelta la voz de mi consciencia, pero ya estoy dentro del flow.




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