Cuando te quise así

Capítulo 1

Cole

CATORCE AÑOS

No recuerdo en qué momento exacto empezó.
Si pudiera señalar un segundo en el reloj y decir “aquí, justo aquí, me jodí”, me ahorraría muchas dudas. Pero no. Solo sé que ese día no tenía intención de encontrarme con Elise Harmon… y mucho menos quedarme viéndola como un idiota durante más de diez minutos.

Ryan me había mandado a la cocina por snacks para ver el partido de la NFL.

Packers vs. Cowboys.

Un partido importante. Históricamente importante. O bueno, así lo vivíamos nosotros. Harmon y yo éramos fans a morir de los Cowboys; de esos que discuten estadísticas que nadie pidió, que odian a los Packers por deporte, y que creen firmemente que “este año sí es el bueno” aunque llevemos años repitiéndolo como estúpidos optimistas.

Así que bueno… la misión era simple. Bajar, agarrar las pringles barbecue, un par de reese’s, y regresar antes de que empezara la transmisión. No había forma de perderse, no había forma de tardarse, no había forma de fallar.

O al menos eso pensaba.

Después de todo, yo pasaba más tiempo en casa de los Harmon que en mi propia casa. Y no solo porque Ryan fuera mi mejor amigo.

Mis papás llevaban años divorciados y, aun así, mi papá parecía divorciado también de la idea de “estar”. Vivía con él, sí. En teoría. En la práctica, el tipo pasaba más tiempo en aeropuertos que conmigo.
Y yo… bueno, tenía catorce años, los trabajos escolares, y un refrigerador lleno de comida que no sabía cocinar.

Las noches eran largas. Demasiado.
La casa enorme.
Y un silencio que te hacía sentir más solo que realmente estarlo.

Por eso prefería el caos bonito de los Harmon. El ruido. Las voces. El olor a comida. La sensación de que siempre había alguien entrando o saliendo.

El señor Richard Harmon era… intimidante.
Serio, trabajador, exigente hasta en cómo respiraba uno frente a él. Te miraba con esos ojos que decían “no hagas estupideces” sin necesidad de hablar. No era cruel, solo distante. Casi como una pared con traje: sólida, fría y siempre erguida. Pero aun así, era más presencia que Vincent.

La señora Alice Harmon era todo lo contrario.
Un sol disfrazado de persona, como decía Ryan.
Amable, cálida, de esas personas que te preguntan cómo estás, y esperan una respuesta real. Siempre sonriente, siempre preocupándose por si ya había comido, si tenía frío, si necesitaba ropa extra, si quería quedarme a dormir. Me trataba como si yo fuera otro hijo. Creo que por eso nunca me sentí un intruso en esta casa.

Y quizá por eso, sin darme cuenta, empecé a conocer cada rincón de ese lugar.

Pero ese día, entre la prisa y el ruido del televisor arriba, escuché algo que no formaba parte del ambiente habitual:

Música romántica.

Una canción suave, como esas que ponen en las películas cuando alguien está a punto de enamorarse. Aunque yo no sabía eso todavía.

La puerta del sótano estaba abierta.
Curioso, bajé las escaleras y ahí estaba ella.

Elise.

No la Elise que veía pasar por la cocina sin prestarme atención porque estaba apurada para ir a algún lugar importante.
No la Elise que regañaba a Ryan por no hacer la tarea.
No la Elise que me trataba como si yo tuviera diez años, cosa que sinceramente, me irritaba.

No.

Esta era otra Elise.

Tenía pintura en los brazos, en las manos, en la frente. Un mechón de cabello oscuro se le había escapado del moño y le caía sobre la mejilla, y ella lo soplaba con frustración cada dos minutos. Estaba parada frente a un mural enorme, algo azul, con sombras que parecían nubes o agua o… qué sé yo. Arte. Yo no entiendo esas cosas. Pero se veía increíble.

Ella se veía increíble.
Y por alguna razón sentí que era la primera vez que la veía de verdad.

Di un paso. El piso crujió.
Genial. Súper discreto, Astor.

—¿Te vas a quedar ahí parado o me vas a pasar la brocha? —dijo de espaldas.

Mi cerebro dejó de funcionar por completo.
Tragué saliva, y juro que se escuchó en todo el sótano.

—Yo… Ryan quería algunos snacks —balbuceé. Qué vergüenza. Mi voz todavía sonaba como si estuviera peleando entre dos tonos.

Elise se giró apenas y me dedicó esa media sonrisa suya.
Esa que no sabes si es burla o cariño.
Esa que desde ese día nunca olvidé.

—Tranquilo, solo estaba molestando —dijo—. Pasa.

Mi corazón decidió que era buen momento para intentar salirse del pecho.
Caminé hacia ella sintiendo que mis piernas no querían coordinarse, como si hubiera olvidado cómo caminar decentemente frente a otra persona. Me senté cerca, pero no tanto. No quería arruinar nada. Ni mover algo que no debía. Ni distraerla. Ni quedar como el niño torpe que, honestamente, estaba siendo.

Ella siguió pintando como si yo no fuera un chiquillo que literalmente estaba conteniendo la respiración para no hacer el ridículo.

—¿Qué opinas de este azul? —preguntó de pronto.

Yo me congelé. ¿Esperaba que supiera algo? ¿Era algún tipo de prueba? ¿Debería inventar alguna palabra tipo “saturación de tono” o algo así?

—Pues… está bien —mentí.

—Mientes fatal —dijo, y de la nada me dio un golpecito en el brazo con el pincel.

El pincel.
Lleno de pintura azul.
Mi playera quedó marcada.

Me quedé mirando la mancha como si fuera algo sagrado.

—Pero gracias —agregó.

Y ahí… no sé. Algo se movió adentro.

No fue el típico “la hermana de mi amigo está bonita”.
Fue otra cosa.
Algo que me dio miedo y me gustó al mismo tiempo.

Ella seguía concentrada, juntando colores, mordiéndose el labio cada que algo no le salía. Yo la veía sin querer verla demasiado, porque no sabía si era raro, si se daría cuenta, si pensaría que estaba siendo un niño extraño.

Pero no podía dejar de mirar.

El sol estaba bajando y la luz le pegaba justo en la mejilla.
La iluminaba.
La hacía ver como si fuera parte del mural, parte de algo que yo nunca iba a alcanzar.




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