El deseo de Emma

3 | Gánate tu perdón, Grinch

Las gotas de lluvia empapaban el cuerpo de Domenic. Estuvo bajo la lluvia por más de una hora, cantando y esperando por ella. Y así como la lluvia resbalaba de la piel de Domenic, así las lágrimas caían de los ojos de Paige. Le dolía separarse de él. Se enamoró de Domenic. Se enamoró de él de una manera que nunca amó a nadie más. Lo era todo para ella, y el saberse un reto le dolió muchísimo. Le dolió que él la considerara eso, y que tuviera la osadía de hacer ese convenio con su amigo. Fue aterrador saber que quizá todo lo que vivieron era una mentira, y que nunca estarían juntos de verdad. Paige se hizo una idea de él; idea que Domenic arruinó.

Perdonarlo no era tan fácil como se veía. Nadie que viviera lo que ella vivió en ese pent-house podía perdonar con facilidad, y ella no lo hizo. Lo castigó por todo un mes, donde ni la palabra le dirigió, lo privó hasta de sus ojos, de sus labios. Lo privó de tanto que el Domenic que estaba abajo era irreconocible. Su barba, su ropa desarreglada, su semblante. Estaba devastado al igual que ella, y le dolía saber que siendo como era, ella lo tenía así.

Por su parte Domenic no dejó lo que no hizo por ella, porque lo perdonara, y esa era la última opción que tenía. Era eso, o lanzarse con su auto por un acantilado para dejar de sufrir. Paige caló tan profundo dentro de él, que no veía su vida sin ella. Paige lo era todo, incluso más que todo, y necesitaba que lo perdonara.

Extrañaba su risa, sus chistes, su sentido del humor oscuro y degradante. Necesitaba verla, tocarla, decirle que era la mujer más hermosa. Necesitaba que lo quisiera de nuevo.

—¿Qué dices, bestia? —peguntó gritando—. ¿Me perdonas?

Paige miró sus brazos abiertos y se secó las lágrimas. Ella no era una mujer que sufriera por amor, y no comenzaría en ese momento.

—¿Qué estarías dispuesto a hacer por mi perdón? —preguntó.

El corazón de Domenic volvió a latir.

—Lo que me pidas —respondió de inmediato.

Ella se sujetó de la ventana.

—¿Lo que sea?

—Lo que sea —respondió.

Paige tragó y se tocó el pecho. El corazón que latía dentro de ella ya no le pertenecía. Latía cuando lo veía, cuando lo escuchaba, cuando la besaba. Extrañaba mucho sus besos, y tomando una decisión definitiva, tuvo la primera palabra para la reconciliación.

—Te quiero de rodillas —ordenó.

Domenic achinó los ojos.

—Ya estoy de rodillas.

Paige lo miró una vez más y dejó la ventana. Domenic le gritó que no se fuera, que podía estar más pegado al piso si quisiera. Los mariachis siguieron tocando y él gritó el nombre de Paige. ¿Dónde estaba? ¿A dónde fue? ¿Qué era lo que le pediría? ¿Se enojó?

Esas preguntas estuvieron en la cabeza de Domenic hasta que se levantó del charco. Y justo cuando sus pies tocaron el piso, alguien saltó sobre él. Sus pechos chocaron, antes de que sus bocas se encontraran en un aliento y un suspiro de necesidad.

—No como yo quiero —respondió Paige en su boca.

Domenic, al reconocerla, rodeó su espalda con sus brazos y Paige colgó sus manos de su nuca. La miró una sola vez, con las grandes gotas de lluvia empapándola. La miró una vez más antes de besarla como tanto la extrañó. Fue un beso que demostró la necesidad que sentía por ella, y esa fascinación por tenerla cerca. Paige alzó sus pies del suelo y Domenic la giró bajo la lluvia. Las gotas los golpearon, y ella sacudió su cabello aun más rojo que la sangre.

Domenic respiró pesado, y ella jadeó.

—Te estás mojando.

Paige apretó sus mejillas.

—Y mucho —dijo volviendo a su boca.

Domenic correspondió ese beso con amor, fuerza, pasión.

Dios. Como la extrañó. No veía un día más sin ella, y agitándola en sus brazos, la giró de nuevo y Paige rio. Amaba la lluvia, y amaba más lo que él hizo bajo ella. La ropa se pegó al cuerpo de Paige, sus pantuflas salieron volando, y podía sentir el corazón de su amado.

—Te extrañé, bestia —dijo bajándola—. Te extrañé demasiado.

Paige no podía expresar en palabras lo mucho que lo extrañó.

—Vamos adentro —dijo tirando de su brazo.

—La serenata aún no termina.

Paige miró a los hombres y aplaudió.

—Chicos, estuvieron magníficos —dijo con una sonrisa de que había funcionado—. No entendí nada, pero me encantó.

Y riendo, tiró del brazo de Domenic para subir las escaleras.

—¿Una serenata? ¿En serio? —preguntó ella.

—Era lo único que faltaba en la lista.

—Y lo hiciste muy bien —dijo a medio subir.

Él sujetó su cintura y volvieron a besarse, esa vez con más frenesí. La estampó contra la pared y ella jadeó cuando besó su cuello.

—Pero no, no, no —dijo siguiendo—. Aun no te he perdonado.

Domenic la vio subir más escalones.

—Estuve de rodillas.

—No para lo que quiero que estés de rodillas.




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