El deseo de Emma

9 | Ya no tendré a nadie más

Una semana después de todo lo que sucedió en ese apartamento, Roy sintió culpa. Se culpó del embarazo de Samantha. Se culpó de querer hacer algo bueno de su vida. Se culpó por cosas de las que no era culpable, pero ese era el poder que tenía ella sobre él.

Samantha estaba haciendo de la vida de Roy un infierno, y no sentía la menor culpa por ello. ¿Estaba mal? Por supuesto. Lo que ella quería, si era que lo sabía, iba en contra de lo que él quería, y era ese debate el que los llevó a reunirse de nuevo una semana después, para intentar arreglar aquello que nunca estuvo completo.

—¿Hacemos las pases? —preguntó Roy cuando llegó a su puerta con un ramo de zanahorias porque no consiguió flores vivas.

Samantha miró el ramo caído de zanahorias. Lo verde eran las hojas, y aunque las subiera, la gravedad hacía su trabajo.

—¿Zanahorias? —preguntó ella.

—Dicen que son buenas en el embarazo.

Samantha le dio una de esas miradas de asco y empujó la puerta.

—Vete, Roy.

Roy empujó la puerta de vuelta y se mantuvo en el umbral de la puerta mientras ella regresaba al sofá para comer mayonesa con sandía. Roy miró lo que comía desde lejos, y agradeció no vivir con ella. De igual forma, no fue a quejarse de sus gustos alimenticios.

—Por favor, Samantha, hablemos de lo sucedido.

Ella se cubrió el cuerpo con una manta.

—¿Qué quieres hablar? —preguntó—. ¿Que negaste a mi hijo o que me invitaste a vivir contigo para salir del paso?

Roy movió la cabeza y los ojos.

—Preferiría que ninguna de las dos cosas.

—Vete —dijo ella de nuevo.

Roy dio un paso más, y se detuvo porque no lo invitaron a entrar. No era un vampiro, pero era un hombre con modales.

—Samantha, entiéndeme. No sé ni qué es esto, no sé ni qué tenemos —le dijo—. Un día eres buena, y los otros eres el diablo.

—Porque no te tolero.

—Y lo entiendo. A veces yo tampoco me tolero, pero tenemos algo en común, y creo que debemos hacer las pases por ese niño —dijo—. No quiero que nazca con dos padres que se odian.

Samantha se metió un bocado de sandía en la boca.

—No haces méritos para que deje de odiarte.

Roy dejó el ramo de zanahorias sobre un puf cerca de la entrada, y se sostuvo de la puerta con ambas manos. Estaba cansado de esa situación. Eso no hacía más que ponerlo de mal humor, y no quería sentirse de esa manera. Quería sentirse como una persona normal, con un embarazo normal, ¿o los embarazos no eran normales?

—Me pediste que no le dijera a nadie, y eso hago —confesó mirando el suelo—. Me pediste alejarme de ti y eso hago.

—No estás haciendo un buen trabajo ahora

—Me dijiste que no vivirías conmigo y lo entendí. Hago todo lo que me pides cuando me lo pides, y cuando creo que puedo tener una relación, la mandas al diablo. Estás haciendo de mi vida un infierno, y te enfocas en tu sentir, en lo que tú quieres, en que todos bajen la cabeza y se callen. Estás jodiéndolo todo, y no sé qué carajos esperas de mí. Quiero que vivas conmigo, quiero ver crecer a ese bebé, pero te rehúsas que siento que el que apesta y no debería estar aquí soy yo. Quiero una familia sana para nuestro hijo, y no lo haces sencillo —dijo con tanta rapidez y enojo, que al final la miró y suspiró—. ¿Qué más quieres de mí, Samantha?

Samantha metió el cubierto en el frasco de mayonesa y suspiró también. Había tanta verdad en todo lo que él le dijo. Roy siempre quiso que todos lo supieran, hacerse cargo del bebé, confrontar a quien hubiese que confrontar. Quiso hacer las cosas bien, pero ella estaba tan aterrada de que los demás supieran que estaba embarazada de su archienemigo, que no pensó en el bienestar del bebé, sino en su propio bienestar, entre comillas.

Lo que Roy hacía no estaba mal. Él no era el villano de la historia. La culpa era de ella, por no saber lo que quería. La culpa era de Samantha por pensar que la luna era de queso y se comía con pan. Era su culpa por estar llevando a Roy al maldito infierno.

—¿Terminaste? —preguntó ella.

Roy quitó las manos del umbral y arregló su chaqueta.

—No… Sí —corrigió carraspeando.

—¿Drenaste?

—Lo hice.

Samantha se levantó del sofá y se quitó la manta de las piernas y el abdomen. No era una mujer a la que pedir perdón le resultara fácil. No era una mujer que se emocionara por decir que se equivocó, pero ese no era el momento de ser Samantha la heroína. Roy hizo todo lo que estuvo en sus manos, y ella debía ceder un poco, no porque lo amase o quisiera tener una familia por él, sino porque no podía ir por la vida jodiendo persona tras persona por capricho.

—Lo siento, Roy —susurró mirándolo a los ojos.

Él estaba encorvado y se enderezó como un resorte.

—¿Qué dijiste?

—Dije que lo siento, y no lo diré una tercera vez.

Roy podía ver la guerra en sus ojos, en su alma, en su corazón. Veía lo difícil que era para ella ser buena y disculparse. Siempre fue la que tenía una palabra que replicar, no la que se callase.




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