William llevaba días ignorando por completo a Ayla, de una forma tan evidente que ocasionó desconcierto inclusive a su hermano, sin embargo todos decidieron mantenerse al margen de la situación cuando Nathaniel intentó mantener una conversación con él para hacerlo entrar en razón y William casi se transforma en un arranque de furia. Claro, nadie comprendía en realidad, pues Ayla se había cerrado tanto como William, rehusándose a hablar acerca de lo que había sucedido, de lo que había causado tanta inestabilidad en su relación después de que al fin hubieran solucionado sus problemas previos.
Ayla solo podía desear paz, pero era un deseo inútil, pues había tantas cosas en su itinerario que en ocasiones se debía obligar a recordar que debía darse un tiempo para respirar.
Ella no culpaba a William por ignorarla, probablemente se comportaría igual de estar en su situación, pero lamentablemente no tenía oportunidad para ponerse en los zapatos ajenos, no cuando había tanto sobre ella. No cuando allí estaban, días después, nuevamente hundiéndose en el suelo de la pirámide del Sol.
Tal como sucedió antes, la tierra consumió sus cuerpos tomando una consistencia líquida, como sumergirse en algo más espeso que el agua, haciéndoles sentir que se asfixiaban, hasta que un parpadeo después se encontraron nuevamente pisando tierra firme. Esta vez, no esperaron como prisioneros a punto de ir a juicio sino que sus anfitriones estuvieron allí desde que ingresaron, y los observaron con miradas de juicio levantarse del suelo con dificultad.
— ¿La han traído? —preguntó el mismo hombre que había hablado con ellos la ocasión anterior.
Nadie respondió, todos miraron a Christina, que se limitó a sacar de su mochila el trozo de piedra que habían obtenido de la cueva, estaba envuelto en un trozo de tela que había desgarrado de las sábanas del hotel, rehusandose a que su piel volviera a hacer contacto con la obsidiana.
Los ojos del hombre brillaron de codicia.
—Traigan la daga —ordenó, a una mujer a su lado.
Tras un asentimiento, la mujer avanzó a la oscuridad y se desvaneció de la vista.
—Lo lograron —dijo alguien del aquelarre, Ayla no supo quien había sido, pero sonaba tan sorprendido que se sintió un poco ofendida.
—Así es —dijo el hombre, sin apartar la vista de la piedra en las manos de Christina, para después parpadear y clavar su mirada en Ayla—. He de suponer que esto ha sido obra tuya, así que te agradezco en nombre de nuestro aquelarre.
Ayla tragó saliva, incómoda.
—En realidad, Christina fue de muchísima ayuda —dijo, tratando de apartar la atención de sí misma, nadie sabía a ciencia cierta lo que había sucedido con exactitud dentro de la cueva y no estaba dispuesta a que eso cambiara.
—Claro, pero desde fuera de la cueva, ¿no? —preguntó el hombre, con aspecto confundido.
—No —respondió Ayla, dubitativa—, ambas entramos juntas.
El hombre se sobresaltó, sorprendido, y miró a Christina, alternando su mirada entre ella y el tesoro en sus manos, con los ojos chispeantes de euforia. Ayla tuvo la sensación de que había dicho algo que no debía, pero no sabía que había sido, y Christina pareció tener la misma sensación porque dio un paso atrás.
Eleonor se interpuso entre la mirada del hombre y Christina, soltando un gruñido, con sus ojos brillantes y sus colmillos emergiendo.
Por fortuna, en aquel instante la mujer que había sido enviada por la daga, apareció, en sus manos sostenía una caja dorada cuyo color y brillo no sorprendió a Ayla en absoluto, era la daga del Sol después de todo.
El hombre que antes estuvo taladrando a Eleonor con la mirada, se giró y quitó la tapa de la caja, sacando con extrema cautela la daga. Ayla habría creído que quizá era la daga equivocada, una falsificación quizá, debido a su simpleza sino fuera porque parecía reflejar un brillo inexistente, a pesar de la oscuridad del lugar, brillaba como si un rayo de sol se estuviera reflejando en su hoja. No se parecía del todo a la ilustración del libro de Christina, pero eso era probablemente normal, pues las historias siempre alteraban en cierta medida la verdad.
William se aproximó al hombre, como alfa de la manada le correspondía hacer el intercambio, sin embargo, el hombre hizo un pequeño sonido como de chasquido con su lengua y señaló a Christina.
—Solo se hará el trato si es ella quien nos entrega la obsidiana y quien toma la daga a cambio.
Christina se enderezó, era lo más firme que Ayla la había visto comportarse, miró a William como pidiendo su aprobación y cuando él asintió con la cabeza, ella avanzó.
No fue nada demasiado teatral, no al principio, al menos. Christina extendió la mano para entregar la piedra, el hombre la tomó y le tendió la daga, ella lo tomó.
Entonces, las cosas se tornaron extrañas.
Christina tomó la daga, con aspecto impasible, pero cuando su mano rodeó la empuñadura, su expresión se tornó consternada, sus ojos lagrimearon y ella aflojó el agarre, dejando que el arma cayera. William intervino con rapidez y la atrapó antes de que golpeara el suelo, pero el aquelarre se aprovechó de su distracción.
Una de las brujas lanzó un golpe al aire, con su mano extendida y brillando, arrojando sin piedad a William contra la pared, pero él se recompuso al instante, con sus ojos brillando en color rojizo.
Con rapidez, los cuerpos humanos de la manada se esfumaron y en su lugar aparecieron fieros lobos gigantescos, que gruñeron amenazantes antes de empujar con levedad a Ayla hacia atrás.
Christina hizo brillar sus manos, tal como los demás, pero alternó su vista una y otra vez entre ambos bandos.
—Lo siento —susurró.
Entonces, alzó sus manos y las bajó de golpe, haciendo que un horrible temblor sacudiera el suelo, haciendo que el aquelarre se tambaleara, de un saltó, los lobos se lanzaron sobre ellos aprovechándose de su distracción, sin piedad alguna atacaron sus extremidades, arrancaron piel y derramaron sangre. Al menos diez miembros del aquelarre estuvieron muertos antes de que ellos pudiesen reaccionar.