Hipotermia.

Se acercó sigilosamente, sin intenciones de que la muchacha se percatara de su presencia, pero aún así, al sentir a alguien a sus espaldas volteó, en busca de un nuevo acompañante.

El muchacho le tendió su chaqueta para aplacar el frío, aunque ésta ya se encontraba casi mojada completamente, la susodicha de ojos pardos lo miró y le asintió en manera de agradecimiento a lo que él le dio una mínima sonrisa.

Le invitó a sentarse junto a ella en el capó y al mirarla más de cerca sin el impedimento de la lluvia, se quedó atónito.

En su cara reposaba una cicatriz de unos siete centímetros de largo, a la largo de su mejilla y finalizaba cerca de su ceja derecha. Sus ojos eran pardos, una combinación que resultaba exquisita a la vista, junto a unos labios finos con un pequeño arco de corazón. Su rostro era hermoso, sin importar la cicatriz que hacía un contraste en esa belleza.

—¿Podrías dejar de mirarme así? Me incomodas.

Alzó el tono de voz la muchacha, debido a los estruendosos relámpagos y truenos. La mirada fija de él le incomodaba.

Eran un par de locos bajo la lluvia admirando la ciudad.

Él reaccionó, por fin sentándose a su lado y observándola detenidamente. (Mas)

La chica tomó su mano y la estrechó en señal de saludo.

A lo que él respondió y le dio su nombre, cordial.

—¿No es un mal tiempo para estar fuera de casa? —preguntó la chica.

—Lo mismo digo para ti —respondió.

Y volvieron a quedarse callados, en la compañía del otro bajo la lluvia con aires de próxima tormenta.

Ya entrada la media noche, luego de pasar un rato bajo la lluvia y antes de morir de hipotermia cada uno se despidió del otro, encaminándose a cada auto y partiendo cada uno a casa.

Con la certeza de que posiblemente pescaran un resfriado.

La luna esa noche no salió, el cielo toda la noche lloro, y el muchacho amante de la luna no durmió. No concilió el sueño durante los siguientes tres días, de hecho.

Por alguna razón la muchacha no salía de su mente.