La muñequita

Prólogo

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Adrián vivía solo. Había adquirido un pequeño rancho lejos de la ciudad, sin lujos, pero con todo lo necesario para poder trabajar a gusto. Tenía internet y electricidad, algo que para muchos de sus vecinos era un lujo inimaginable. En el pueblo cercano, los pocos habitantes vivían, la mayoría, en la pobreza. Pero casi todos eran amables y educados.

 

En el terreno que había adquirido, Adrián cultivaba algunos vegetales, no tanto para él ni para ganar dinero, sino para ayudar, de alguna manera, a la gente de los alrededores. Los contrataba como jornaleros eventuales, y el dinero ganado de la venta de la cosecha, lo reinvertía en volver a sembrar. Tenía, además, un par de caballos y una vaca lechera y 2 ó 3 gallinas, además de un perro criollo que había llegado todo famélico al rancho y él adoptó. "Perro" como lo llamó, poco a poco se acostumbró a él y, bien alimentado, desparasitado y limpio, tenía mejor aspecto del que, supuso Adrián, jamás había tenido en la vida. Ahora era su fiel compañero, lo seguía a todos lados y, cuando él se sentaba a escribir en su laptop, Perro se echaba a sus pies y no se movía, hasta que, luego de 2 ó 3 horas, Adrián se levantaba a comer algo.

 

Nadie sabía en el pueblo que él escribía. Nadie tenía la menor idea de que el aprendiz de ranchero Adrián Valdez, era en realidad C.J. Carter, un aclamado escritor de novelas de policiacas y de misterio. Adrián odiaba la fama que Carter le había dado. Afortunadamente, por convenio con su editorial, mantenía el anonimato y se negaba rotundamente a dar entrevistas o mostrar su rostro en público. En cuanto a su familia, ni sus padres ni sus hermanos habían dimensionado aún el nivel que había alcanzado Adrián, incluso no estaba seguro que supieran realmente cuál era su pseudónimo.

 

En general, disfrutaba muchísimo su nueva vida. Adquirir este pequeño rancho había sido una estupenda idea. No tenía que lidiar con vendedores que interrumpieran a cada rato llamando a su puerta, ni con las inesperadas y constantes visitas de su madre para ver si se estaba alimentando bien, o con la música estruendosa de algún vecino. El pueblo cercano contaba con una pequeña sucursal bancaria y con tiendas bien surtidas, así que no tenía necesidad de viajar a la ciudad. Lo único que le llegaba a incomodar un poco, era la falta de mujeres. No es que en el pueblo no hubiera, pero él no era de pagar prostitutas, y tampoco se metía con mujeres casadas. Y la mayoría de las jóvenes solteras le coqueteaban abiertamente pensando que era un buen partido al que debían tratar de cazar para matrimonio, así que mejor las evitaba.

Adrián se levantó de la cama con algo de sueño aún; apenas eran las 6 de la mañana y se había desvelado la noche anterior escribiendo varios capítulos de su novela. Pero había que ir al campo a supervisar la siembra. Salió de la cama desnudo, como dormía siempre, y se metió bajo la ducha. Se demoró un poco bajo el chorro de agua tratando de quitarse la pereza. Mientras se enjabonaba, empezó a acariciarse a sí mismo. Tenía muchas semanas sin una mujer y la necesidad empezaba a molestarle. La última chica con la que había salido, pegó el grito en el cielo cuando se enteró de que él tenía intenciones de mudarse al rancho y de ninguna manera se quiso ir a encerrar a ese lugar “olvidado de Dios”, así que se mudó solo. Pero necesitaba una mujer, pensó con frustración. Él era joven, sano y fuerte, y estarse masturbando eternamente no le parecía una opción muy agradable que digamos.

Cuando culminó, soltó un suspiro y terminó de bañarse. Tendría que esperar hasta que tuviera que viajar a la ciudad para llamar a alguna amiga dispuesta con quién poder pasar un rato divertido. Mientras, esto tendría que bastar.

Salió desnudo del baño frotándose con una toalla, misma que aventó sobre la cama una vez que terminó de secarse. Buscó unos jeans, una camiseta y una vez vestido, calzó sus botas y se caló el sombrero.

 — Vamos "perro". — Le dijo a animal que yacía aún acostado al pie de la cama. — El campo espera.




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