Prólogo

La casa de la colina no tenía nombre, solo una reputación tejida con los susurros ahogados de los pocos ancianos que aún recordaban. Se alzaba como un juez sombrío sobre el valle, sus ventanas vacías cual cuencas oculares observando el incesante ciclo de vida y muerte bajo ella. Construida a finales del siglo XIX por un tal Elías Thorne, un hombre enigmático que llegó con fortuna y se marchó con el viento, la estructura había sido testigo de más tragedias de las que cualquier madera o piedra debería soportar. Familias que entraron con risas y sueños, y de las que solo salieron ecos o, peor aún, un silencio denso, impenetrable.

Nadie hablaba abiertamente de los Blackwood, la última familia en habitarla hace casi cincuenta años. Desaparecieron sin rastro, como si la tierra misma los hubiera devorado. Solo quedaron sus pertenencias, inmóviles, cubiertas por el polvo del olvido, y una habitación en el ático, cerrada con un candado que nadie se atrevió a forzar. La leyenda local, esa que se cuenta en voz baja cuando las fogatas crepitan y las sombras se alargan, hablaba de una presencia, una entidad tejida en los cimientos mismos de la casa, una que se alimentaba de la cordura antes que de la carne.

Se decía que la casa elegía. Que no todos sentían su influjo, pero aquellos sensibles, los de alma frágil o mente curiosa, eran atraídos hacia su oscuridad como polillas a una llama perversa. El aire a su alrededor era siempre más frío, los sonidos del bosque cercano morían al acercarse a sus muros, y una opresiva sensación de ser observado se adhería a la piel de quien osara cruzar su umbral abandonado. Era una herida abierta en el paisaje, un recordatorio perpetuo de que hay lugares donde el velo entre mundos es peligrosamente delgado, y el silencio puede gritar verdades aterradoras. Ahora, después de décadas, el crujido de un cartel de "SE VENDE" recién clavado rompía esa quietud, anunciando, quizás, un nuevo capítulo en su macabra historia.