Prólogo: No se lo digas a nadie

Lleva horas allí. Le duele todo y tiene la garganta seca.

 Ha llorado tanto que sus ojos no parecen reaccionar a los parpadeos. Las lágrimas cesaron; y a pesar de aun sentirlas en sus mejillas, no logra reaparecerlas, porque cuando el hombre se fue, se llevó cosas que no podría arrebatarle literalmente. Siente incompleto como si una parte de él estuviese muerta y fuese imposible de revivir.

El sol ya salió, sus tibios rayos le iluminan el cuerpo. Hacen que su cabello parezca más rubio que de costumbre y que su piel comience a entrar en calor, superando la noche helada en ese callejón mugriento.

No sabe qué hora es, pero intuye que aún es temprano porque no hay gritos, autos o actividad humana. Sólo él… Y las bolsas de basura frente a las altas paredes de tabique que se mueven, conteniendo a cientos de ratas que probablemente entran en su misma categoría si se habla de suciedad.

Está cansado de presenciar la misma colilla de cigarro sobre el pavimento, pero teme moverse porque cree que aún está cerca y no quiere atraerlo.

“Bebé, oh por dios, mi bebé. ¿Qué ha ocurrido?”

La voz de mamá hace que levante la cabeza. Quiere contárselo. Quiere decirle sobre él, pero no puede.

“Cariño, estoy aquí ahora. Todo está bien” La mujer le toma entre sus brazos, intentando hacer que sus ojos la enfoquen. “Oh, mi amor, lo siento tanto. ¿Quién te ha hecho esto?”

Ella está llorando. Él vuelve a hacerlo, encontrando el grifo de las lágrimas saladas que nuevamente nublan su visión.

Cierra los ojos y respira, una inhalación tan prolongada que ve esas enormes manos apretando su cuello.

“No se lo digas a nadie” murmura, dejando a Elizabeth atónita.

“Cariño… ¿qué has dicho?”

“No se lo digas a nadie, no se lo digas a nadie, no se lo digas a nadie.”